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Ciencia ficción en el país del tango

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Ciencia ficción en el país del tango

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El estreno de la primera temporada de El Eternauta, la serie de Netflix basada en la célebre historieta de Oesterheld y Solano Lima, generó la misma sorpresa que la versión impresa: que una invasión extraterrestre ocurriera en Buenos Aires y no en alguna ciudad o pueblo de los Estados Unidos. Lateralmente, que haya ciencia ficción en la Argentina, en este caso ciencia ficción “clásica”, de aquella que llenó las revistas pulp anglosajonas en la primera mitad del siglo XX (por lo menos). Esa sorpresa tiene su lógica, que sobrepasa el mero hecho del costo de hacer un film o una serie con efectos especiales. De hecho, si bien Hollywood siempre hizo películas de ciencia ficción -en general desde el terror: no otra cosa es el clásico Frankenstein de James Whale rodado en 1931-, el gran auge de la fantasía visual tuvo dos momentos: los años cincuenta, cuando sólo algunas producciones contaban con trucajes de calidad (para la época: en estos casos todo envejece rápido) y la era actual, inaugurada en una mejora tecnológica constante por 2001 en 1969 y reforzada por La Guerra de las Galaxias en 1977.

En todo otro momento, el género en su vertiente estadounidense fue minoría. Lo mismo en la Argentina: sacando las proporciones de la cantidad de films realizados por una y otra industria en el mismo período de tiempo, queda claro que en realidad es igualmente escasa: sólo el peso, la fama y la influencia de esas películas de imaginación, más el enorme aparato de exportación de Hollywood, nos hacen creer que fueron mayoría.

La ficción argentina, su fantástico, pasa por el melodrama y lo criminal, por las imposibilidades sociales o sus taras, no por la conquista de un nuevo territorio, sino por la comprensión o la defensa del propio, cuando no es para satirizarlo amablemente

Lo que significa que, aunque minoritario, el cine de ciencia ficción argentino existe y ha existido. Pero también en este caso hay un detalle: la relación del público con el tema. Sobre todo, la relación del público con la versión literaria -madre- del género fílmico. Hay algo en el temperamento de los dos países que permite comprender estas diferencias. La literatura argentina, por lo menos hasta los años sesenta y setenta, se ha ocupado demasiado poco de la ficción científica. Los casos de Borges y Bioy Casares, son marginales y el elemento cienciaficcional es comprendido como parte del fantástico. La invención de Morel o Plan de evasión, de Bioy, o cuentos como There are more things, de Borges, son ejemplos de que la excusa científica es una pincelada para otorgarle credibilidad al dispositivo fantástico. Es interesante que Bioy planteó una invasión extraterrestre solucionada por amigos de barrio en un cuento como El calamar opta por su tinta, pero otra vez la cuestión “ciencia” no es central. En la Argentina no hay escritores como Arthur Clarke o Isaac Asimov, que tomaban un postulado o posibilidad científicos y extrapolaban sus consecuencias. La ficción argentina, su fantástico, pasa por el melodrama y lo criminal, por las imposibilidades sociales o sus taras, no por la conquista de un nuevo territorio, sino por la comprensión o la defensa del propio, cuando no es para satirizarlo amablemente. Una prueba es el libro de Angélica Gorodischer -gran representante de la ciencia ficción y la fantasía argentinas- Trafalgar, donde un viajante de comercio rosarino cuenta sus aventuras y desventuras por distintos planetas, vendiendo cosas más bien comunes.

Esto sirve quizás para explicar la escasez del género en el cine nacional, sobre todo en el de primera línea, y su ausencia absoluta hasta la década de los años sesenta. Allí empiezan a aparecer algunos ejemplos de cine “de explotación”, como la coproducción con los EE.UU. Extraña invasión, de Emilio Vieyra, director que siempre hizo un cine muy cercano a la clase B y los géneros. En esa película la televisión irradia ondas hipnóticas que dominan a los televidentes, un poco como en el clásico ¡Sobreviven!, de John Carpenter. Pasó inadvertida; mientras que el tema reaparece en una producción de mucho más prestigio tres años posterior. La película es Invasión, de Hugo Santiago, considerada por muchos una obra maestra y absolutamente respetada por quienes no comparten esta opinión. Por un lado, guion de Borges y Bioy Casares (de los dos que realizaron y el único filmado); luego, un realizador entonces debutante muy influido por la Nouvelle Vague. Tercero, un elenco que incluía a Olga Zubarry y a uno de los grandes actores del cine hispanoparlante, Lautaro Murúa. El film narra cómo una ciudad debe defenderse de la invasión de seres con una tecnología avanzada. Nadie dice que el invasor sea extraterrestre: de hecho sus agentes son bien humanos (recuerdan a los extraterrestres del meñique sólido de Los Invasores, serie de la misma época y clásico televisivo). Pero la cuestión científica es menos importante que la defensa de una ciudad ante un poder que va a engullirla. Borges y Bioy pensaban en Troya, pero el film fue interpretado -sobre todo en los planos finales donde Olga Zubarry organiza una guerrilla- como un comentario de la realidad política de aquel final de los sesenta y una profecía de los sangrientos setenta.

Hay que esperar a los años ochenta para que aparezcan dos ejemplos del género, aunque ambos sui generis. Uno es Hombre mirando al sudeste, segundo film de Eliseo Subiela, que fue un gran éxito porque realmente no se parecía a nada de lo que hasta entonces ofrecía la pantalla argentina. Un interno del Borda dice ser un extraterrestre, nadie sabe de dónde vino, es visitado por una extraña mujer y se convierte en un misterio para su psiquiatra. En la película hay referencias al cine de Andrei Tarkovski (especialmente a Stalker, con una escena idéntica) pero, otra vez, el elemento cienciaficcional permanece ambiguo, casi irresuelto -salvo por un par de detalles que permiten pensar que el “delirio” de Rantés no es tal-. No hay aquí despliegue tecnológico, ni efectos especiales (casi), ni fantasía visual: la excusa fantástica es el marco de lo que también podría ser un cuento de aparecidos.

La segunda es Lo que vendrá. Incluye en su elenco a Hugo Soto, uno de los protagonistas de Hombre... (el otro fue Lorenzo Quinteros y la película los lanzó a la fama), a Juan Leyrado y a Charly García -también autor de la banda de sonido- en su único rol en el cine. Realizado por Gustavo Mosquera R., cuenta la historia de un joven herido de bala, su enfermero y su victimario. Sin embargo, la historia es menos importante que el clima y el ambiente: Buenos Aires en el futuro de aquel 1988, cuando el fracaso económico sepultaba las esperanzas de la primavera alfonsinista. Justamente lo que brilla hoy en el film es menos su historia o su “visión del futuro” y sí, y mucho más, ser documento del estado de ánimo argentino a finales de los 80, algo que podríamos definir como pesimismo flúo con toques de neón.

Recién en 1996 vuelve a haber un ejemplo importante: Moebius, también de Mosquera R. Histórica porque es la primera película producida por la Fundación Universidad del Cine, y realizada en gran medida por sus propios alumnos. Pero lo es más por ser abiertamente un film de ciencia ficción completo: un subte que desaparece con todos sus pasajeros de manera misteriosa y la investigación que lleva a un descubrimiento matemático -realmente es la aplicación de la ciencia a la fantasía, como en la mejor tradición del género- que incluye la aparición de dimensiones paralelas o incluidas de modo invisible en nuestra realidad. Más allá del homenaje explícito a Borges, este film es el que más se acerca realmente a una ciencia ficción argentina, y combina elementos de aventura (las secuencias cercanas al final con el protagonista huyendo de trenes que pueden atropellarlo) con un paisaje social muy preciso, que le otorgan verosimilitud a la trama. La recepción crítica no fue mala, tampoco demasiado entusiasta, pero abrió caminos que, de todos modos, aún no han sido demasiado transitados.

Un año más tarde aparece la gente de Farsa Producciones -Hernán Sáez, Pablo Parés y Berta Muñiz- para hacer con casi nada Plaga Zombie, que es una sátira y al mismo tiempo una película de (claro) zombies y ciencia ficción. Extraterrestres que transforman a la humanidad en muertos vivos, tres inverosímiles héroes que inventan un ácido para matarlos, y mil referencias a películas de terror y ciencia ficción estadounidenses, pero con acento porteño. Un ejemplo de películas que se hacen porque se desean hacer por gente que ama el género, de una cinefilia salvaje, más allá de sus desprolijidades logró algo: despertar a una afición que de pronto sintió que se podía hacer, que no había que avergonzarse ni ser solemnes en nuestro cine. Plaga... tuvo varias secuelas, y la gente de Farsa fue más allá con su parodia de superhéroes -y sobre el cine- en Filmatrón, en 2007.

Aunque la producción más ambiciosa en estos tiempos fue La sonámbula (1998), de Fernando Spiner (que volvería al género con la sátira Adiós, querida luna, basada en la obra teatral Gravedad, de Sergio Bizzio, e Inmortal, fábula también científica de 2020) donde aparece también una Argentina de futuro ucrónico -2010, ya nuestro pasado- y se mezclan una alegoría social con una historia de amor. Spiner juega con la tecnología y los entornos virtuales de un modo que hasta entonces no aparecía en el cine nacional. Pero queda claro, como en todo el cine argentino, que se incluye o bien la mirada social, conflictiva -que es base de las ficciones nacionales de cualquier tipo- o (aunque no en este caso, sí en Adiós, querida Luna) el costumbrismo, incluso la sátira a través del uso del lenguaje.

A partir de aquí, el tema es más frecuente. Hay ejemplos de animación, como la épica Condor Crux -producción de Pol-ka- en 2000, con una mezcla de tecnología futurista y realismo mágico latinoamericano, o la gran Mercano, el Marciano (2002), de Ayar B. y Juan Antin, basada en una serie de cortos televisivos sobre un marciano que trata de adaptarse a la vida en Buenos Aires con poco amables consecuencias. Más tarde, la fantasía en blanco y negro de Esteban Sapir La Antena, que si bien tiene su paisaje de futurismo retro y excusa de ciencia ficción, es más una sátira social. Algo similar se puede decir de Fase 7, de Nicolás Goldbart, donde una pandemia que crea peligros extraños y mortales encuentra a una pareja desprevenida en su departamento. Aún con algunas referencias a clásicos del género (Federico Luppi en cierto momento recuerda a Terminator), tiene mucho de “película de vecinos que compiten” que de ciencia ficción propiamente dicha, y decanta hacia la comedia negra (es muy bueno el rol de Yayo Guridi y brillan sus escenas con Daniel Hendler).

Un ejemplo de películas que se hacen porque se desean hacer por gente que ama el género, de una cinefilia salvaje, más allá de sus desprolijidades logró algo: despertar a una afición que de pronto sintió que se podía hacer, que no había que avergonzarse ni ser solemnes en nuestro cine

Si hubiera que elegir, sin embargo, la película de ciencia ficción más interesante de los últimos años, la elección debería recaer en Breve historia del planeta verde, del cineasta y dramaturgo Santiago Loza, que se llevó el Teddy Award (premio a la mejor película de temática LGTB) en el Festival de Berlín de 2019. Casi podría decirse que es una versión queer de E.T., en el que una chica trans se hace cargo de un extraterrestre y, con la ayuda de dos amigos, llevarlo a donde -creen- podría regresar a su hogar. Es cierto que la ciencia ficción aquí se torna alegoría (de las diferencias, de los contrastes sociales, de las urgencias) pero también que respeta el sentido aventurero y tenso de una road movie (también lo es) con excusa fantástica.

Hoy se pueden contar muchos más films argentinos con temática de ciencia ficción, aludida o directa, quizás porque se perdió la vergüenza al género (hay un gran renacimiento del cine de terror, lo que no deja de ser una buena noticia), quizás porque la tecnología hoy permite crear más fácilmente imágenes fantásticas, lo que libera la imaginación. Pero existe aún una constante: la idea de que siga siendo una metáfora de lo social presente (incluso cuando se habla del futuro, que siempre son distópicos en nuestro cine), de que la aventura de la imaginación es la defensa más que el avance. En todo caso, cómo salir de víctimas o resistir a un poder que casi nunca reside en los protagonistas. El país donde la ciencia y la fantasía están atravesadas por el tango.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/ciencia-ficcion-en-el-pais-del-tango-nid22062025/

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