Convención y omisión: dos décadas sin respuestas para la discapacidad
En 2026 se cumplirán veinte años de la adopción de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Aquel tratado marcó un antes y un después: reconoció que la discapacidad...
En 2026 se cumplirán veinte años de la adopción de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Aquel tratado marcó un antes y un después: reconoció que la discapacidad no es un problema médico, sino una cuestión de derechos humanos. Pero casi dos décadas después, ¿cuánto hemos transformado nuestras políticas, nuestras instituciones, nuestras formas de mirar?
La pregunta no es retórica. En marzo de 2023, el Comité de la ONU que supervisa el cumplimiento de la Convención emitió observaciones contundentes sobre la situación de nuestro país. Señaló la persistencia de barreras estructurales, la falta de accesibilidad, la escasa participación de las personas con discapacidad en la toma de decisiones, y la ausencia de políticas sostenidas que garanticen autonomía, inclusión y protección efectiva.
El derecho a la educación inclusiva es apenas uno de los frentes donde esta omisión se vuelve visible. La inclusión educativa precisa revisar profundamente las estructuras institucionales y nuestras lógicas culturales. Como advierte Gerardo Echeita, profesor titular de la Universidad Autónoma de Madrid en el Departamento Interfacultativo de Psicología Evolutiva y de la Educación, no basta con integrar físicamente a estudiantes diversos en espacios comunes. La verdadera inclusión exige acoger la diferencia como valor, no como déficit. Implica transformar la escuela para que todos puedan aprender y convivir, no adaptar al estudiante para que encaje en lo que ya está dado. Es bueno recordarlo hoy, 3 de diciembre, Día Internacional de las Personas con Discapacidad.
En estos años, la lógica del sistema ha operado como en el juego del Antón Pirulero: “cada quien atiende su juego”. Las escuelas se ocupan de sus protocolos, los equipos técnicos de sus informes, el sistema de sus normativas, y así sucesivamente. Pero mientras todos “hacen lo suyo”, los estudiantes con discapacidad y sus familias siguen esperando respuestas que nunca llegan. La inclusión se diluye entre funciones compartimentadas, responsabilidades fragmentadas y una cultura que evita el compromiso colectivo.
Esta espera no es neutra. Supone desgaste, frustración y dolor. Las familias deben convertirse en gestoras, intérpretes, defensoras y mediadoras para que sus hijos accedan a lo que debería estar garantizado. Los estudiantes, por su parte, enfrentan entornos que muchas veces los excluyen simbólica o materialmente, obligándolos a adaptarse a estructuras que no los contemplan.
La inclusión no es un gesto de buena voluntad ni una estrategia pedagógica más. Es una forma de justicia. Supone reconocer que toda comunidad educativa se define no por su capacidad de homogeneizar, sino por su disposición a alojar la fragilidad, a sostener la diferencia, a construir vínculos donde nadie quede afuera. No se trata de tolerar al otro, sino de dejarse transformar por su presencia.
¿Estamos dispuestos a dejar de mirar la discapacidad como una carga? ¿A dejar de pensar la inclusión, educativa, laboral, etc., como una excepción que incomoda? ¿A dejar de medir todo por su eficiencia y empezar a hacerlo por su capacidad de acoger, de transformar, de servir al bien común?
Es tiempo de dejar de jugar al Antón Pirulero. La discapacidad no puede seguir siendo un asunto periférico, postergado. Lo que corresponde es asumirlo como prioridad, como deuda histórica, como oportunidad de construir una sociedad más justa, más humana, más democrática.
Porque, como decía san Agustín, la relación está antes que la opinión, la persona antes que el programa. Y el presente es una intuición que debemos aprovechar antes de que se nos escape de las manos.
Abogado, profesor del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.