Criado en un internado británico, como su hermano Luca, Andrea Prodan se formó en sets de cine italianos y, con la actuación y la música, logró su propio brillo
La vida de ...
La vida de Andrea Prodan se narra lejos de cualquier centro fijo. Actor, músico, nómade. Una historia contada con escenas dispersas, cambiantes, como si cada lugar ofreciera una forma distinta de ser y estar: internados británicos, rodajes italianos, caminos patagónicos, cerros cordobeses, barrios porteños. No desempeña un rol, encarna una atmósfera. A veces es un alumno quieto y atento entre voces ajenas; otras, un artista que se esconde en lo que muestra.
Es el hermano de Luca Prodan, claro. Un alma volcánica que explotó en el mapa del rock argentino de los años ochenta como líder del grupo Sumo; el cantante pelado, el de La rubia tarada. El periodista Martín Zariello, autor del libro 1988. El fin de la ilusión, contó que supo de la existencia de Sumo cuando era chico “como quien sabe que existe un barrio peligroso”. Una alarma que todavía se proyecta con esa intensidad.
“La sombra de Luca es una sombra que veo con mucho amor y que le agradezco a la Argentina. Me hace amarlo, respetarlo, pero yo tengo mis historias”, comparte Andrea. Se encontró en el juego de descifrar un enigma singular con pistas muy distintas a las que repartió por aquí el hermano mayor, nacido en Roma, educado en una escuela con vínculos con la familia real británica, vocero del punk en un castellano trastabillante, adoptado por jóvenes argentinos en estado de shock.
Andrea se interesa en esa sombra y le echa picante, la duplica, la borda en la solapa de un saco que usa poco, como si no dependiera de él completamente encontrar la condición de posibilidad de un brillo propio.
El regreso a los escenarios de la mano de su banda Roma Pagana (cumple 24 años; el 9 de julio se presentará en Gier Music Club, Colegiales) y de la que homenajea a David Bowie (Bowie Remembered, el caballo de Troya con el que buscarán que el 26 de julio cuelgue un nuevo cartel de sold out en la puerta de Lucille, Palermo) es una muestra de su andar luminoso, como si se hubiera sacado una mochila de encima que usó durante un largo viaje.
“Después de tres años feos, con cosas que me afectaron psicológicamente, ahora estoy contento. Es fantástico poder apoyarse en dos bandas tan distintas. Bowie Remembered nace después de ver un show de Adrian Belew, miembro de King Crimson, fichado por el Duque blanco (tocó con Bowie inicialmente entre 1978 y 1979, y volvió en 1990 para la gira Sound + Vision). Pensé: con los músicos que hay acá se puede hacer un buen recorrido por su obra.
“Tengo la autoestima suficiente para cantar sus canciones. No creo que Bowie sea una bestia sacra intocable. Muchos me dijeron ‘con Luca no te metas’, y todo bien, hacelo vos. Ya hay varias bandas tributo a Sumo: yo no tengo ganas de hacer eso. Tampoco quiero copiar a Bowie; simplemente, su repertorio es tan amplio que en cada show se puede armar algo distinto, algo especial. No es mío, es puro placer. Roma Pagana sí, es mía. Me da una libertad que gozo, respiro a través de esa música; me devuelve a la escena punk, a bandas como The Clash que con su música y su actitud ataca al público.
“Cuando me preguntan por qué canto en inglés en una banda argentina respondo lo mismo que Luca: acá crecieron escuchando Pink Floyd, The Beatles, Queen, Led Zeppelin sin saber lo que decían. Los argentinos son afortunados: pueden escuchar a los actores extranjeros hablando en sus idiomas originales; en España y en Italia no sucede. ¿Sabés lo que es no conocer la voz de Marlon Brando o Robert De Niro? No, porque sos argentino”.
Del mandato al desvíoSin capa, sin misión clara, sin origen único, es una especie de superhéroe que nunca leyó el manual para saber cómo funcionan sus poderes extraordinarios. Como Luca, fue criado en internados británicos, pero terminó de formarse en diversos sets cinematográficos italianos. En esa suspensión aprendió a actuar, a hablar en varios idiomas, a cantar con otras voces, a moverse siempre, a sobrevivir a sus propias preguntas. Andrea sorteó las expectativas familiares sin hacer mucho ruido; ser el menor fue una carta a su favor: cuando le llegó el libreto, ya estaba gastado y lleno de tachaduras. Eligió no seguirlo y se puso a improvisar sobre sus márgenes.
“Mi viejo era un tipo muy inteligente, muy cerebral. No necesitaba dar órdenes. No te señalaba y decía ‘vos vas a ser albañil’, pero dejaba claro su deseo. El mandato familiar era sutil, había que leerlo entre líneas. Tuve la suerte de ser el más chico de los cuatro hermanos. Creo que Luca pagó el precio más alto de esas cagadas: al ser el varón mayor, mi padre puso en él todas las expectativas. Lo mandaron al Gordonstoun School, colegio pupilo en el norte de Escocia para hijos de la alta sociedad, considerado uno de los mejores de Europa. Ahí fue compañero del príncipe Carlos. Fue una elección de mierda: Luca reaccionó escapándose del colegio. Ya daba avisos de que algo grave haría”.
–¿Cómo pagaban el colegio?
–En los años 60 a mi padre le iba muy bien. Era uno de los mayores expertos en arte chino en Europa y ganaba mucho dinero con dos tiendas: una en Roma y otra en Londres, donde vendía obras de arte. Mario llegó a China en 1928, a los diecisiete años. Era un joven deportista, campeón de natación y clavado. La pasión por el arte chino la absorbió y desarrolló allá. En esa estadía conoció a mi madre, Cecilia, nacida en Shanghái, descendiente de una familia escocesa dedicada a la construcción. Mi abuelo materno, George Pollock —de quien Luca heredó su segundo nombre— fue el encargado de diseñar la red de tranvías de Hong Kong y Shanghái, que en aquel entonces era conocida como “la París de Oriente”. Había una enorme población rusa, alemana e inglesa. Una parte de esa ciudad se conservó como museo. El resto, ya sabemos: una ciudad moderna, llena de luces, otra versión de Metrópolis, la película de Fritz Lang. Michela y Claudia, mis hermanas mayores, fueron el fruto de la unión de mis padres: nacieron en China. Durante parte de la Segunda Guerra Mundial estuvieron cautivas en un campo de concentración japonés.
–¿Y tus padres?
–Toda la familia: ellas y mis padres. Mi papá era un antifascista declarado; mi madre había trabajado en un ministerio británico. Para los japoneses eran personas no gratas. Los llevaron a Wèichéng, un distrito urbano de la provincia de Shaanxi, en el noroeste chino. Estuvieron dos años encerrados. Había un pabellón exclusivo para italianos y mi padre era el cocinero. Dicen que ahí se comía mejor que en los otros. Sobrevivieron. Cuando terminó la guerra regresaron a su casa en China y mi padre retomó su tarea como curador de arte. Luego, en 1949, llegó la revolución de Mao y expulsaron a todos los extranjeros que vivían en China. Tuvieron que rajar. Decidieron instalarse en Roma, aunque mi padre era originario de la región de Trieste, de una ciudad conocida como Pola (el nombre italiano, en la época en que formaba parte de Italia). El nombre actual, Pula, se adoptó oficialmente después de la guerra, cuando la ciudad pasó a formar parte de Yugoslavia y, luego, de Croacia. En Roma nacimos Luca y yo.
–¿Qué pasó con la casa en Shanghái?
–A los pocos años de que mis padres se fueron, les contaron que el régimen de Mao arrasó muchas viviendas y eso había incluido a la nuestra. Más tarde nos llegó otra versión: la casa seguía en pie, aunque tapiada. El gobierno de Xi Jinping dictó una ley que permite restituir las propiedades expropiadas en esa época, siempre y cuando puedas demostrar que sos el propietario. Yo tengo los papeles. Con mi hermana Michela empezamos los trámites para recuperarla durante la pandemia, pero después ella se enfermó y murió. La verdad es que me pareció un esfuerzo enorme seguir adelante con la restitución.
–¿Qué querías hacer con la casa?
–Un centro cultural llamado Argenchina, para generar un intercambio artístico: invitar músicos, organizar muestras, abrir un espacio para todo lo relacionado con el arte.
Retorno a la bella inmadurezSentado en el living de un PH en Floresta, Andrea se entrega al curso de sus pensamientos. Cierra los ojos, despega. Habla. Cambia de idioma como quien cambia de canal en un zapping: italiano, inglés británico; de pronto suelta un boludo con la misma cadencia que Luca, como si saboreara el acento ajeno y el uso de ese vocativo le diera arraigo.
“Cuando pienso en Luca, la imagen que siempre me cruza es la de una soledad profunda. Una soledad que en Argentina tomó una forma particular, porque los códigos son otros, diferentes a los de Italia o Inglaterra. Acá, esa ironía fina y silenciosa que Luca traía como un escudo, difícilmente se entendía o valoraba. Responder con humor irónico no es gracioso para un argentino. Entrando en un terreno casi filosófico, creo que ese tipo de humor solo puede sostenerse en un país que fue muy rico durante mucho tiempo, con una historia y un tiempo para la reflexión. En un lugar donde la gente lucha día a día por sobrevivir, la ironía no es recurso común.
“Yo mismo me siento un outsider cuando hablo de humor. Por suerte, con el tiempo, llegaron figuras como Diego Capusotto, Alfredo Casero y el irreverente Cha Cha Cha. Me divierte imaginar cómo hubiera sido un encuentro entre Luca y ellos. Seguramente, un choque intenso, un cruce entre mundos que quizás ahora podrían dialogar mejor. A Luca le tocó un humor argentino duro, el de tocarle el culo a las minas, el doble sentido barato, un humor que él nunca cultivó ni celebró. La década del ochenta en Argentina fue una explosión cultural creativa, sin dudas, pero para Luca ese estallido ya había ocurrido años atrás con el punk y el postpunk en Europa. Me cuesta pensar que ese periodo haya sido del todo divertido para él. En cierto punto, siento que Luca murió en 1979. Todo lo que pudo hacer después, hasta 1987, fue un don generoso, un tiempo regalado. Pero no fue, ni por cerca, todo tan liviano y alegre como la gente suele imaginar.
–¿Por qué te fuiste a vivir a Córdoba?
–Viví mucho tiempo en Córdoba porque me parecía lo mejor para el crecimiento de mi hija Catalina —ahora tiene 19 años, era muy chiquita en esa época—. Teníamos una casa en una zona rural, con una escuela justo al lado. Era todo muy armónico. Fue la mejor decisión. Ahora volví a Capital: ella ya es grande y quiere ir a estudiar a Italia. Mi hijo Homero se crió en la Patagonia, después hizo tres o cuatro años de universidad en Córdoba. Córdoba es una capital con una escena musical fenomenal. Tocó en varias bandas, vivió muchas cosas. Después se fue a Italia, donde quedó atrapado durante la pandemia. Decidió quedarse allá, vive en Roma. Tiene su banda, BiVio (una de sus integrantes es Natalia Bacalov, hija italiana de Luis Bacalov, el argentino que ganó un Oscar por la música de la película El cartero). Él es el mayor, tiene 27. Catalina tiene 19. El más chico, Calisto, tiene 11.
–Volvamos a los estudios de filmación. ¿Tenías vocación de actor?
–El cine parecía que sería mi vida, pero estaba harto de todo eso, del actor moldeado por un director. Aparte, yo agarré todas películas de autor. ¡Los autores son tremendos, son peores que los actores! (risas). Los autores y los directores son unas prime donne, tienen un ego...
–¿En qué trabajaste?
–Una que recuerdo fue La Biblia, una serie para la televisión norteamericana e italiana. Hacía de Lot, el primo de Abraham. En la historia, cuando escapan de Sodoma y Gomorra, Dios les advierte que no miren atrás. Pero la esposa de Lot —mi personaje— desobedece, mira hacia la ciudad y se convierte en una estatua de sal. Es una escena muy poderosa. Aprendés un montón de esas líneas del Antiguo Testamento. Fue una linda experiencia, sobre todo porque te metés en la Biblia sin necesidad de leerla (risas).
–¿Roma Pagana existía en ese momento?
–No se llamaba Roma Pagana, pero existía. Teníamos a Gillespi como productor —en realidad era todo un juego, él decía eso—. Algunas canciones ya las había compuesto a mediados de los noventa en Traslasierra. Quería armar una banda, así que hice un casting y encontré a Rojo Limardo. Hoy sigue siendo el guitarrista de Roma Pagana. Es un músico increíble. Lo elegí entre varios porque tenía fuego sagrado. Un loco de pelo colorado, hay algo energético ahí, no sé. Todo el mundo me decía: “Che, tu guitarrista la rompe”.
–¿Qué recordás de la invitación de Las Pelotas para cantar en el show que teloneó a los Rolling Stones en 1995?
–Me pareció tan absurdo que no me quedó otra que disfrutarlo. Imaginate: cantar en River, ante 70 mil personas, como parte del grupo soporte de la gira Voodoo Lounge, la primera vez que los Stones tocaban en Argentina. ¿Qué podía hacer? Subirme y gozarla.
–Con Divididos también tocaste como invitado.
–Sí, ellos me invitaban a cantar el popurrí (compuesto por El ojo blindado, Estallando desde el océano y Mejor no hablar de ciertas cosas). Las Pelotas, también. Era todo genial, pero pensarme como el músico que iba a cantar canciones de Luca no era creativo ni copado. Aunque siempre tuve claro que Argentina tenía la suficiente locura como para hacer algo propio; de hecho, en 1996 grabé Viva Voce, mi disco solista: un álbum experimental en el que todas las pistas —percusión, cuerdas, viento— fueron creadas con mi voz. Este año será reeditado en cd y vinilo por el sello RGS Music.
–¿En Europa no hiciste música?
–En Europa no quieren hacer nada. Roma es una ciudad destructora en cuanto a la creación. El romano tiene una especie de cansancio histórico tan grande que, ante cualquier idea, te dice: ma questo è già fatto (pero esto ya está hecho).
–Imaginaba Roma como una ciudad vertiginosa, vital.
–Para nada. Roma es una ciudad lenta. Es como una vieja diva que se mantiene en pie, como Mirtha Legrand. Y te dice: “¿A dónde te vas? Volvé, ¿qué hacés afuera?”. Es raro que un romano se vaya de Roma.
–¿Con qué directores trabajaste en Italia?
–Con Gianni Amelio, que es un capo del cine italiano. También con Liliana Cavani y con los hermanos Taviani. Con Cavani hice Berlin affaire, una especie de regreso a sus éxitos, tipo El portero de noche. Después ella se puso a dirigir para la RAI. Hizo su versión de Ripley’s Game, la saga de Patricia Highsmith. (Pensé que iba a ser floja, pero la verdad es que está muy bien.) Con los Taviani filmamos Goodbye Babilonia, sobre los comienzos del cine.
“Eran proyectos interesantes, aunque menores. Papeles chicos, pero estaba bien. Hice muchos trabajos para cine, era uno de los pocos actores “todoterreno” en esas zonas. Para mí fue como un acta, como dicen los italianos. Usan el término hatu. Es pesado. Pero yo ya me estaba decidiendo por otra cosa, necesitaba entender qué me estaba pasando. Hacía películas con mucha adrenalina, pero sentía que mi personalidad estaba más dividida que nunca. Había participado en unos cuarenta films y no sabía quién era.
–¿Trabajaste con Fellini?
–Sí. Fui asistente de su director de fotografía, Ennio Guarnieri; trabajé en Ginger & Fred. Antes lo había hecho en un comercial de fideos Barilla. Fellini odiaba la publicidad, pero le ofrecieron mucha plata y total libertad para vender el producto. Tenía tres días para rodarlo, un plazo razonable. Volvimos a Cinecittà, los estudios de Roma, y usó toda la escenografía de Y la nave va. Tardó diez días en terminarlo. El spot es un delirio: personajes bizarros y una pareja de la alta sociedad que, en un comedor lujoso de un transatlántico, termina eligiendo comer fideos. El maître les ofrece consommé d’Orléans, soupe Colbert —pronuncia en francés—. Entonces ella, bien romana, le dice: “¿Spaghetti puede ser?”. “Sí, pero solo tenemos Barilla”, responde el maître. Una boludez enorme. Al noveno día llamaron de la agencia para preguntar qué pasaba, por qué no terminaba. Pero claro, Fellini en Italia era Dios.
–Me lo imagino dando órdenes con un vozarrón intimidante.
–Nada que ver. Fellini tenía una voz finita, muy nasal —la imita mientras lo cuenta—. Y Guarnieri tenía exactamente la misma voz. Cuando hablaba Guarnieri en el set, todos se daban vuelta pensando que era Fellini. Se confundían todo el tiempo; incluso, el liderazgo de Fellini se ponía en duda. Al poco tiempo lo rajaron. No puedo asegurarlo, pero estoy casi seguro de que fue por eso. Imaginate tener la misma voz que Fellini mientras trabajás con él… hay que tener una mala suerte bárbara (risas).
China y África, un solo corazónPara la familia Prodan no existe el suelo firme. Donde otros buscan aferrarse, ellos parecen deslizarse. Buscan el movimiento que desarma lo que se asienta, no persiguen refugios. Cada puerto se aborda en estado de rebelión constante; pareciera que el menor asomo de una respuesta cerrada despliega la oportunidad de escapar una vez más.
“Hasta que choque China con África te voy a perseguir”, el verso de la canción de Sumo Lo quiero ya, puede leerse como un delirio geopolítico, una amenaza espesa o un deseo febril. En la boca de un Prodan, funciona como una hoja de ruta.
Michela, Claudia, Luca y Andrea, los cuatro hijos de Mario Prodan y Cecilia Pollock, recorrieron y recorren esos trazos tensos a ciegas. Una pulsión que acelera, desvía y descoloca. Ayuda a desobedecer ciertas lógicas y permite que los movimientos de la historia se registren con elegante desencanto. Prodan es un apellido en los que resuenan las ideas de orden y de fuga a la vez. “Argentina fue la solución de muchas cosas. Me pasa todo al revés de lo que sucede con muchos argentinos que quieren irse a Europa: yo quiero trabajar acá. Este lugar es muy divertido”, desliza Andrea con jactancia porteña.
–Repasemos la llegada de Luca a la Argentina, movido por la famosa foto que Timmy McKern le envió desde Córdoba. ¿Existió realmente esa imagen del paisaje idílico con vacas pastando?
–Luca y Timmy McKern, que después sería manager de Sumo, se conocieron en el colegio Gordonstoun. Timmy, aunque argentino, fue enviado a estudiar allá. Tengo la foto a la que hacés referencia, pero no muestra un paisaje bucólico ni vacas. Es simplemente el frente humilde de una casita, con Timmy, su mujer, una nena en la falda y el famoso perrito Agosto. (De ahí surge la frase “Agosto, Joto” que aparece en la canción Divididos por la felicidad: Joto era el apodo del perro.)
Antes de que Luca viniera a Argentina, hicimos juntos un trabajo absurdo que nos consiguió el príncipe Antonello Rufo de Calabria, quien en ese momento estaba de novio con mi hermana Michela. La hermana de Antonello fue reina consorte de Bélgica; él, en cambio, era la oveja negra de la familia. Se había gastado una fortuna familiar en construir dieciséis lagos artificiales y un parque de aves exóticas cerca de Nápoles, al que llamó La Selva. A mi hermano y a mí nos encargaron el mantenimiento del lugar, que implicaba levantarse a las cinco de la mañana para alimentar a las aves, algo imposible para Luca (risas).
–¿Cómo se llevaron con las aves?
–Los flamencos eran unos pelotudos insoportables: te picoteaban sin parar, los odiábamos. En cambio, los pelícanos eran otra cosa: venían como perros, eran cariñosos y simpáticos (risas). Trabajábamos junto a varios africanos que al príncipe le caían bien. En aquella época, no era común ver africanos en Italia y solían ser señalados en la calle. Luca se llevaba bárbaro con ellos, al punto de conseguirles cosas, entre ellas marihuana (risas). Un día, Antonello volvió al parque y encontró a todos los africanos en un estado de fade out. Se veían flamencos a la parrilla y los africanos pedían aplausos para el asador. Era un caos divertido.
Hacer cosas con Luca era así: una aventura sin reglas, pero dentro del, comillas, marco de la sociedad… un desastre total. Antonello no sabía cómo sacarse de encima a su cuñado Luca sin quedar mal con mi hermana Michela. Luca quería irse de Italia, ya no tenía amigos: todos sus compañeros habían muerto por sobredosis de heroína. Decía que allí no había futuro. Y, claro, él mismo era adicto. Sólo quedaba Timmy, que ya estaba instalado en Córdoba. Mis padres no sabían qué hacer con Luca. Cuando Michela comentó la foto del frente de la casita humilde con el perro Agosto, el príncipe Antonello se lo sacó de encima: pagó un pasaje solo de ida a Argentina, para asegurarse de que no volviera (risas). Así, en 1980, Luca llegó a Córdoba con un poco de morfina para calmar la abstinencia. Los primeros dos meses los pasó muy mal, con dolores agudos. Después volvió a Roma para vender un departamento que tenía mi padre en Londres, quien, con razón, no quería ceder: creía que Luca se gastaría la plata en heroína. Sin embargo, Luca tenía un plan. Dijo que se dedicaría a la ganadería para convencerlo y lo logró. Compró instrumentos musicales —una grabadora Fostex que no había llegado aún a Argentina, un bajo Hofner hermoso que usó en sus primeras canciones—. Recuerdo haberlo acompañado a comprar ese bajo. Voló de nuevo a Argentina para armar Sumo. Acá compró una batería Colombo, porque quería usar una marca argentina para tocar. También tenía una grabadora Geloso de cinta abierta y tocaba todo él, mientras Timmy apretaba “rec”. Además, trajo de Londres una Ecolet, una cámara de eco que dominaba en vivo; hay muchas canciones con Luca cantando con ese efecto.
–¿Y vos qué hacías mientras tanto?
–Yo cumplía el servicio militar en una ciudad llamada Orvieto, a la que llamaba Orvietnam. Era un municipio de la provincia de Terni, en Umbría, una región famosa por sus catedrales.
–¿Luca hizo el servicio militar?
–Sí, dos veces. Pero se escapó de ambos cuarteles.
–¿Se comunicaban cuando él se radicó acá?
–Sí, por cartas. Me mandaba casetes con las canciones que iba armando y relatos de la vida que llevaba en la Argentina. A los seis meses ya mandaba imitaciones de los cordobeses y chismes de la familia McKern (risas). Fue una etapa muy buena, creo que la mejor de su vida. Además, Luca compró vacas y unas hectáreas para mostrarles a mis padres que hacía algo serio. Pero al poco tiempo se preguntó: “¿Qué estoy haciendo? Esto es re aburrido”. Yo, en cambio, estaba fascinado con la música que estaba haciendo.
–¿Tenías amigos músicos en Italia?
–No, pero después del servicio militar fui a estudiar a la Universidad de Exeter en Inglaterra, donde conocí gente que escuchaba punk y postpunk. Recuerdo haber visto a Simple Minds con U2 de teloneros, después todo se dio vuelta.
–¿Tu hermana Michela trabajó para los Rolling Stones?
–Sí, en 1967, en Roma, antes de que publicaran Rock & Roll Circus. Ella trabajaba como ángel de ellos, encargada de conseguirles entretenimiento, generalmente de noche, porque de día dormían. Habían alquilado una mansión monumental de una actriz italiana y varias noches se quedaban escuchando música en un equipo de audio intergaláctico. Una noche, Mick Jagger mostró un vinilo blanco con una estampa marrón en el medio.
—¡Miren lo que me llegó! —dijo.
—¿Qué es? —preguntó Keith Richards.
—Una copia del master de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el último álbum de Los Beatles. Se pusieron a escucharlo y Richards comentó: “Parece un disco para niños”.
—“¡Eso es lo bueno!” —respondió Jagger—. “Pónelo de nuevo”.
Cuando terminó, Jagger llamó a Paul McCartney para felicitarlo, pero antes de cortar le advirtió: “esperen nuestro próximo disco, que será jodidamente mucho mejor”.
–Peter Lanzani está haciendo una biopic sobre Luca. ¿Qué pensás de la idea?
–Vino a verme a Córdoba para contarme del proyecto. Es un gran actor, pero le dije la verdad: no creo que exista quien pueda interpretar a Luca. Me mostró una admiración profunda, sentida, por Luca. Eso es un punto a favor del proyecto, pero yo no creo en actores haciendo de mi hermano. Ya hubo dos intentos catastróficos: el de Luis Luque en Sin condena, para televisión; y el de Daniel Rittó en Luca vive, la película de Jorge Coscia. Luca, el documental que hizo Rodrigo Espina, me gusta: Luca siempre se está cagando de risa, fue muy inteligente en rescatar esa faceta. Lanzani me dijo que haría un retrato íntimo. Ojalá logre algo distinto. Yo la voy a ver, si es una cagada se va a saber, los fans de Sumo saben quién fue Luca. Hay que saber que con Luca no se puede hacer mucha plata porque a Luca no le interesaba el dinero. Su aura no permitirá que su vida se transforme en un circo. Eso es fascinante.
“Ahora, si realmente vos querés saber quién fue Luca hay una sola forma: mirando Atrapado sin salida, de Milos Forman. Luca y el personaje de Jack Nicholson son muy parecidos, hay muchos gestos que comparten. Veo su vida en esa película".
–¿Qué película hubieras hecho vos sobre Luca?
–Yo haría la historia de un tipo que se parece a Luca, al que todo el tiempo le dicen: “Che, loco, sos igual a Luca Prodan”. Y el chabón empieza a creérselo. Se convence de que es Luca y empieza a reconstruir su mundo: se va a Escocia, después a Londres… bueno, es un tipo con un problema serio (risas).
–¿Hay un director italiano armando un nuevo documental?
–Sí, Luca Lancise. Tiene algo de eso, curiosamente. Vino a filmar locaciones a Argentina y cada vez que se presentaba, los porteños le decían: “¿Luca? ¿Como Luca Prodan?”. Estaba podrido de que le repitieran lo mismo. Googleó para ver quién mierda era Luca Prodan… y descubrió un mundo. Me vino a ver y le abrí puertas, le di acceso a gente para entrevistar. Eso sí, le dije “apurate” y él, bien romano, me respondió “tranquilo”. Y yo: “No, tranquilo nunca. La gente se muere”. Esto fue durante la pandemia. Ya habíamos perdido a Palo Pandolfo, a Willy Crook —que tenía muy buena onda con Luca, se caían rebién— y a Tom Lupo. Ahí entendió que había que acelerar. Ya lleva como ocho años trabajando en eso. Me gusta que sea un italiano el que entrevista a músicos y artistas argentinos. Eso relaja a los entrevistados, se sienten más libres. Es como lo que pasó con el libro God Save the King, de Gustavo Bove, sobre Malcolm McLaren. El tipo jamás podría haber contado lo que contó si el periodista era británico. Pero con alguien de otro país, te despachás sin culpa.
–¿Vas a publicar un libro?
–Sí, espero que se edite antes de fin de año. Firmé contrato con la editorial suiza Zorn. Estarán los escritos que subí a Facebook en los últimos años, anécdotas, fotos, será un libro familiar liviano.