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Docencia que deja huella

Hace unos días, mi hija de 11 años me contó que durante el recreo escuchó a una de sus maestras hablar sobre su grado. Lo que oyó la hizo sonreír y la llenó de orgullo, porque no siempre rec...

Docencia que deja huella

Hace unos días, mi hija de 11 años me contó que durante el recreo escuchó a una de sus maestras hablar sobre su grado. Lo que oyó la hizo sonreír y la llenó de orgullo, porque no siempre rec...

Hace unos días, mi hija de 11 años me contó que durante el recreo escuchó a una de sus maestras hablar sobre su grado. Lo que oyó la hizo sonreír y la llenó de orgullo, porque no siempre recibe buenos comentarios: suele escuchar quejas sobre lo ruidoso y revoltoso que es su curso. Esta vez, en cambio, fue distinto. Algo había cambiado… “Ahora su materia nos gusta más”, sentenció.

Sorpresa. Incluso en este 2025 vertiginoso, donde las pantallas y los “me gusta” parecen haber vuelto irrelevante lo que los adultos decimos o pensamos, una niña prestó atención. Hubo algo en esas palabras que la conmovió y la llevó a reflexionar.

Se repite, a veces en voz demasiado alta, que asistimos lentamente a la desaparición de una figura clave para abrir un mar de conocimientos sin orillas: el maestro. Se dice que todo lo que necesitamos aprender está en internet, que un video tutorial puede explicarlo sin dificultad y paso a paso.

Olvidamos, quizá, que para muchos la escuela fue el primer encuentro con el mundo: el primer amor con un libro, la magia de un microscopio, la novedad de un teclado. Pero para que todo eso se volviera encuentro, amor, magia y novedad, hubo alguien que nos enseñó a usar esas herramientas con pasión, que planteó desafíos y celebró nuestros logros después de infinidad de intentos, que vio en nosotros más de lo que creíamos posible y nos impulsó. Hubo alguien que nos dio contexto, andamiaje, incluso chistes, que hizo más liviano el camino y nos permitió aprender casi sin darnos cuenta de que estábamos aprendiendo.

¿Quién no recuerda, con infinito agradecimiento, a esa maestra o ese maestro que se puso un gorro colorido, relató un cuento, bailó canciones tradicionales, y otras no tanto? Esa persona que cargó con kilos de tarea para corregir en casa, que se ocupó de nuestra ortografía, que nos regaló historias y secó nuestras lágrimas cuando no podíamos más.

Se podrá decir que los docentes han perdido prestigio, que se les exige ocuparse de demasiadas cosas que exceden su campo de conocimiento. Y es verdad: enseñar se vuelve complejo cuando en el aula conviven dificultades familiares, procesos de inclusión, la demanda de innovación permanente y, al mismo tiempo, los desafíos pedagógicos de siempre. Diremos que es absolutamente cierto.

Diremos también que el mundo ha cambiado: que la infancia crece en hogares con muchas ausencias o con presencias demasiado exigentes, que los tiempos se han desdibujado, que lo lúdico se ha perdido o que colocamos a los niños en cajas de cristal. Y, en este contexto, les pedimos a las escuelas que asuman un rol que no pueden, no saben y no deben cumplir: el de las familias.

Sí, el mundo ha cambiado, no hay dudas. Sin embargo, los niños siguen siendo niños: siguen viendo en sus maestros una referencia, les llevan cartas y dibujos, les cuentan lo que ocurre en casa. Todavía sucede esa parte de la historia que nos recuerda que vale la pena celebrar la presencia de quienes, en lo secreto de las aulas, asumen la enorme responsabilidad de dejar huella en sus alumnos. Maestros dispuestos a encender mentes, a ampliar horizontes, a no dejarse ganar por la mediocridad circundante que los llama obsoletos.

Esa huella imborrable que dejan en cada estudiante recuerda que la docencia es, ante todo, una vocación capaz de transformar el mundo en silencio: una vida a la vez.

Licenciada en Orientación Familiar y docente del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/docencia-que-deja-huella-nid11092025/

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