Dos hijas de Enrique Shaw recuerdan el lado más íntimo del empresario argentino que será beato
En la Argentina es realmente poco común escuchar hablar al hijo de un beato. Primero, porque en el país hay pocas personas que fueron beatificadas por la Iglesia Católica y, segundo, porque la m...
En la Argentina es realmente poco común escuchar hablar al hijo de un beato. Primero, porque en el país hay pocas personas que fueron beatificadas por la Iglesia Católica y, segundo, porque la mayoría de ellos fueron religiosos y, por lo tanto, no tuvieron una familia propia. Enrique Shaw (1921—1962), cuya beatificación fue recientemente decretada por el papa León XIV tras el reconocimiento oficial de su primer milagro, fue padre de 9.
A su extensa familia se suma otra característica que lo vuelve un personaje poco común dentro del selecto grupo de los beatos argentinos: fue un importante hombre de negocios, a cargo de Cristalerías Rigolleau, compañía que llegó a ser una de las más grandes del país durante el siglo pasado. Hoy, el hombre que se ganó el apodo de “El Empresario de Dios”, está cada vez más cerca de ser santificado. Pero más allá del largo proceso oficial de canonización por el que atraviesa desde hace ya 26 años, su familia afirma que, para ellos, Enrique ya es santo.
Entrevista completa a las hijas de Enrique ShawDos de sus hijas, de hoy 79 y 76 años, se acercaron a la redacción de LA NACION para contar, desde un registro íntimo y extremadamente humano, quién fue su padre. “Podríamos hablar horas de papá”, dice, entre risas, Sara María, la segunda de nueve.
“Mucha gente cree que nuestra familia era perfecta. Pero no: ¡éramos normales, somos normales!”, cuenta su hermana menor, Elsa María, quien se considera beneficiaria de su padre: “La santidad de papá es una bendición inmerecida que recibió la familia”, dice.
—¿Cómo les impactó la noticia de la futura beatificación de su padre?
—Elsa: Fue todo muy impresionante, muy emocionante. Lo esperábamos. Ya sabíamos que nuestro papá era santo, pero cuando llega el momento en que te lo dice la Iglesia, es muy impactante.
—Sara: Si un solo obispo se hubiera opuesto, la causa no entraba en el episcopado. Ninguno se opuso. Bergoglio firmó como cardenal, hizo la primera firma. Fue el principal impulsor de esta causa y de muchas. Mi papá es el primer beato de Buenos Aires. Es un trabajo de mucha exactitud; se chequea muchísimo. Hubo historiadoras profesionales que vieron todo. Este proceso se hace no tanto para promover a una persona, sino para promover el deseo de santidad, para inspirar.
—Cuando están en una reunión social y alguien se entera de que ustedes son hijas de Enrique Shaw, ¿qué les suelen decir o preguntar?
—Elsa: Un montón de cosas. Algunos me dicen, “Ay, tengo que tocar sangre de santo”. Pero nosotras no tenemos nada que ver con su santidad; nosotras somos beneficiarias, digamos, porque la santidad es personal y, como dice una sobrina, es una bendición inmerecida que recibió nuestra familia. Todo es mérito de él. Dios le dio muchos dones y él con esos dones buscó el camino de santidad.
—¿Les preguntan algo en particular?
—Elsa: Lo que más nos preguntan es: ¿Qué es lo que más te llamó la atención de él? O nos piden que contemos recuerdos. Quieren saber sobre la vida cotidiana de papá, porque él fue un santo padre de familia, un buen esposo. Yo una vez le dije a mamá: “Mamá, ¿vos te diste cuenta del marido que tenías, ¿no?”. Porque era realmente muy bueno, era un ejemplo como empresario, pero no solo para los grandes empresarios, sino para cualquier trabajador. Y después también un ejemplo para la Marina, donde pasó la cuarta parte de su vida. Todo muestra que a Dios se lo encuentra en cualquier lado.
—Cuando le preguntaste a tu mamá si se dio cuenta del marido que tenía, ¿qué te respondió?
—Elsa: Sonrió. Calculo que también quizás se quejaría en algunos momentos...
—Sara: Ella siempre repetía: “Enrique era un santo porque me aguantaba a mí”. Porque ella tenía depresiones y en esa época no existían los tratamientos que hay ahora. Y entonces era una cosa complicada. Y papá era un muy buen esposo, la acompañaba, la ayudaba, no se enojaba. Hay veces que alguna gente se enoja con las personas con enfermedades depresivas.
—Un poco de esa relación se ve en el libro Enrique y Cecilia, cartas de amor, que es una compilación de las miles de cartas de amor que se enviaron tu mamá y tu papá a lo largo de su noviazgo y matrimonio, ¿no?
—Elsa: Sí, gracias a La Marina y a mamá, que guardaron cuidadosamente estas cartas, hoy las tenemos. Allí muestran cómo se iban preparando para el matrimonio, cómo vivían el noviazgo. Es muy impresionante ver el amor verdadero. No tenían un amor light.
—Sara: En las cartas se ve lo importante que es el noviazgo, porque ellos ahí consensuaron, discutieron de todo, hasta la comida que iban a comer. Y por ejemplo, mamá le decía: “Yo estoy harta de mi papi, que es muy dominante”, porque ella era hija única. “Cuando sea mayor de edad, quiero libertad”, le decía. Y él le respondía: “Bueno, toda la libertad te la respeto, me parece bárbaro. Pero por favor decime qué hacés con tu libertad —risas—. Tenían 21, 22 años. Cuando yo leía las cartas, me parecía escucharlos hablar.
—¿Y cómo vivieron ustedes con él el amor padre-hija? Recuerdo que en un documental de Martin Luther King su familia contaba que él estaba tan comprometido con su causa que no lograba hacerse presente en el día a día familiar. ¿A su papá por momentos le sucedió esto?
—Sara: No, no…Papá le daba muchísima importancia a la vida familiar. Él había perdido a su mamá a los 4 años. Entonces, yo creo que tenía una extrema sensibilidad por lo que es la vida de familia. La valoraba muchísimo. Y hay testimonios que dicen que, por ejemplo, hacían un negocio en la fábrica Rigolleau y se juntaban para celebrar, y él decía: “No, puedo juntarme porque tengo un compromiso”. Y el compromiso era comer con los hijos. Él valoraba muchísimo la vida de familia. Mis amigas, por ejemplo, recuerdan muchas anécdotas de él, cosas que a mí, en su momento, no me llamaban la atención porque yo pensaba que todos los papás eran así. Mi papá jugaba con todos nosotros y nuestros amigos, nos hacía cantar... Bueno, él desafinaba mucho, pero mis amigas recuerdan que él cantaba mientras manejaba el auto, por ejemplo.
—Elsa: Mis amigas también se acordaban de cómo era papá con ellas. Porque no le bastaban los nueve hijos, o sea, también buscaba acercarse a los amigos nuestros. Muchas me han dicho, ya de grandes: “A mí me gustaba como era tu papá, era diferente el mío”.
—Entonces, ¿puede ser que, además de empresario disruptivo, fuera un padre disruptivo para esa época?
—Elsa: Sí. Él llegaba a casa y seguramente había tenido muchísimo trabajo durante el día, pero nosotros no estábamos enterados. Él no llevaba su cansancio a casa. Él llegaba y estaba, primero, dispuesto a mamá, que por ahí estaba con mucha cosa con nosotros, que éramos nueve chicos. Mucha gente cree que mi familia era perfecta, pero no; éramos normales, somos normales. Entonces él llegaba y estaba primero pendiente de mamá, la cuidaba un montón. Y después, cuando había habido peleas, él buscaba saber qué había pasado. Entonces hablaba con uno, con el otro. No es que decía: “Acá no pasó nada”, no: él quería que hubiera arrepentimiento. Y cuando había que retar, retaba con firmeza. Después, en la noche, por ejemplo, pasaba por cada cama a ver si alguien tenía algo que decir o nos tapaba, o sea, estaba pendiente de nosotros.
—Sara: Yo me acuerdo muy bien que se sentaba al borde de cada cama, y te preguntaba: ¿Cómo te fue hoy? ¿Qué te pasó? Él realmente escuchaba. El escuchar en sí es tan importante porque cuando la gente se desahoga, se saca el nudo que a veces tiene adentro.
—Elsa: No solo escuchaba, sino que se lo pedía a Jesús. En sus notas personales, libretitas que tenía, escribía: “Dame, Señor, un corazón que escuche”. Él pedía el don de escuchar. Los domingos o cualquier día, por ejemplo, leía el diario y, si uno le iba a hablar, él dejaba de leer y te escuchaba. Ponía siempre a los hijos primero.
—¿Y se enojaba?
—Sara: cuando tenía que enojarse, se enojaba, pero era un enojo de firmeza. Decía: “Esto está mal”. No es que se descargaba con el que se había portado mal. Tenía un carácter muy fuerte, pero lo supo encauzar. Él se dio cuenta y a los 14 años dijo: “Me meto en la escuela naval porque no quiero ser tan flojo”.
No tenía mamá, se había muerto a sus cuatro años. Entonces tenía a alguien que le cocinaba lo que él quería y tenía todas las malacrianzas. Y él se daba cuenta de que estaba un poco a la deriva y eso no le gustaba. Él quería hacer las cosas lo mejor posible. Y a mi abuelo, que era un poco, quizá, ambicioso, le salió el tiro por la culata. Mi abuelo era agnóstico. Le mandaba cartas a papá diciendo: “Mientras estás de guardia vigilando en la Marina, leé biografías de gente importante que haya hecho aportes a la a la humanidad”. Le daba listas de biografías. Y papá le contestaba: “Muy importante lo que hizo fulano, descubrir la penicilina, son grandes aportes a la sociedad, pero mucho más importante ser santo”. Estas cartas las transcribimos en la pandemia.
Entonces él buscaba ser santo...
—Sara: Sí, y lo escribía. Y a mi mamá eso de ser santa no le gustaba mucho.
—Elsa: Mamá, en algún momento, cuando estaban de novios, le escribía: “¿Pero vos no querrás ser sacerdote? Por todo lo que él hablaba desde lo espiritual. Mamá también era espiritual, pero digamos que papá era muy abarcativo. Entonces, mamá le escribía: “Por ahí estás equivocado y no tendrías que casarte y tendrías que ser sacerdote”. Y él le contestaba por carta: “Yo no quiero ser sacerdote, tengo vocación de casarme”. Y la verdad es que tenía una vocación muy, muy marcada. Él estuvo en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial y en esa época se navegaba mucho. Entonces por eso pasaban tanto tiempo sin verse y se escribían tanto.
—Cuando ustedes eran chicas, ¿él todavía era marino?
—Sara: No, él se dio de baja el día que terminó la guerra. A él le gustaba muchísimo ser marino, pero tuvo que tomar la decisión en algún momento de dejar la carrera y ocuparse de la fábrica, de la que su familia tenía parte. Salió muy chipeado de la Marina, decía que la fábrica era como un barco, que todos tenían que ayudarse. Empezó en una fábrica chiquita que tenía Rigolleau y después fue ascendiendo de a poco hasta gerente general.
—¿Cuántos años tenían ustedes cuando él se enfermó?
—Sara: Yo tenía 16 y Elsa, 13. Fueron 5 años, pero estuvo en cama los últimos dos meses. Él desde el principio supo que se iba a morir porque para el melanoma en ese momento no había ni siquiera quimioterapia.
—¿Y, cómo vivió él ese periodo?
—Sara: Con gran paz y prudencia. Mamá distinto, porque en la época de Frondizi, que tuvo como 12 paros nacionales, decenas de golpes militares. Una cosa terrible. La economía argentina estaba frenada. Entonces, llegó la orden de Estados Unidos: “No pueden seguir fabricando ni los frascos de dulces”. Les pidieron que echaran a 1200 personas de golpe porque no había demanda. Y entonces papá, que ya estaba enfermo, le contestó a los americanos: “Si echan a una sola persona, yo renuncio”. Y mamá, cuando contaba esto, yo veía que se le llenaban los ojos de lágrimas. Le decía: “Enrique, ¿cómo vas a renunciar? Me dejás con nueve hijos, sin obra social, sin ninguna entrada.” Y él decía: “Es que no tienen que echar a 1200 personas; son personas calificadas, que hicieron formaciones de cinco años para trabajar con vidrio. Les propuso que los empleados se pusieran a hacer mejoras en el edificio mientras no hubiese demanda. Por ejemplo, hicieron todo un cerco perimetral que sigue estando.
Y, ¿qué pasó? Lo metieron preso al pobre Frondizi y, cuando la economía empezó a moverse de vuelta, apareció la Pepsi y quería botellitas de vidrio. Si no estaban esos 1200, no habrían podido hacerlas. Los americanos terminaron dándole la razón a papá.
—Elsa: Yo lo que recuerdo de la enfermedad de papá es que él no se quejaba nunca. Mamá decía: “Chicos, no corran, hablen despacio, que papá está mal.” Y yo decía, “Mamá es una exagerada, papá está enfermo, pero no le pasa nada serio”. Pero, en un momento dado, que él estaba acostado, golpeé la cama sin querer y le vi la cara de dolor. Él estaba pasando muchos, muchos dolores, pero lo vivía con una paz impresionante. No nos transmitía ni angustia ni nada.
—Sara: Él estaba re sereno, con toda la paz del mundo, realmente. Él quería que su papá se convirtiera. Estábamos rodeados de gente nada practicante. Rezamos el rosario en familia y él decía: “Para que se convierta el abuelo, el otro abuelo, para que se convierta el tío, para que se convierta tal…”. Lo que más quería es que su padre se convirtiera, y lo logró.
—Me comentaste por teléfono el otro día que vos considerás que este proceso de beatificación por el que está pasando él le hace bien al país.
—Elsa: Sí, por lo pronto, como Marino, dado que las fuerzas armadas a veces no están tan bien consideradas. Después como esposo y padre. Después como empresarios, en este momento en que se ve tanta corrupción. Él está dando el ejemplo de una persona honesta que ha ganado plata honestamente sacando adelante a su familia, sacando adelante una fábrica y otras cosas en las que él estaba.
—¿Cómo era su personalidad?
—Sara: Para mí lo fuerte de él era la alegría. No era una alegría de un perrito; era una alegría deliberada. Él sabía que la alegría era parte de la caridad cristiana. Un fruto del Espíritu Santo es la alegría y él muchas veces escribió ahí en este libro que pedía ser más simpático. A veces me decía, “Tenés cara enojada.” Y yo decía: “Pero no estoy enojada”. Y me respondía: “Bueno, entonces poné otra cara porque parecés enojada”.
—Elsa: Para mí, lo que lo describe a él es la ternura. También la paciencia que tenía, el cariño, el escuchar. En las libretas, escribía: “Si no pongo buena cara, ¿cómo voy a poder hablar de Dios? Porque él sabía que su misión en la tierra era acercar a la gente a Dios. Entonces, sabía que para hablarle a un obrero tenía que quererlo, ¿no? Mucha gente, cuando ve esta estampita en la que está sonriendo, me dice: Así me lo acuerdo yo, siempre sonriendo. Y así era: muy expansivo.