Fauna corporativa: guía práctica para sobrevivir en la jungla del trabajo
Hay una verdad incómoda que atraviesa a todas las organizaciones, desde las startups con pufs y cerveza artesanal hasta las multinacionales con aroma a PowerPoint: los idiotas abundan. Son resilie...
Hay una verdad incómoda que atraviesa a todas las organizaciones, desde las startups con pufs y cerveza artesanal hasta las multinacionales con aroma a PowerPoint: los idiotas abundan. Son resilientes, se reproducen con facilidad y, si existiera un apocalipsis corporativo, serían los primeros en salir indemnes, tomando café de cápsula entre los escombros.
Durante la pandemia tuvimos una tregua. El zoom fue un milagro digital: por fin pudimos mutear al insoportable de la reunión, desconectar la cámara cuando hablaba el tóxico y fingir un “problema de conexión” cuando la estupidez alcanzaba niveles radiactivos. Pero, como en toda película de terror, el monstruo siempre vuelve. Y volvió: con credenciales de acceso, perfume de oficina y la sonrisa falsa de quien te dice “¿todo bien?” mientras clava el puñal invisible del pasillo.
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Con la vuelta al trabajo presencial descubrimos algo inquietante: ya no tenemos paciencia. Después de una pandemia, una inflación emocional y una sobredosis de videollamadas, nuestra tolerancia a los delirios ajenos está en default. Por eso, antes de estallar en la próxima reunión, conviene aprender a clasificarlos. No todos los especímenes laborales son iguales: hay especies.
Las cucarachas inmortales: Sobrevivieron a tres CEO, siete fusiones y un incendio metafórico en el área de Recursos Humanos. Nadie sabe exactamente qué hacen, pero siempre están. Son inmunes al feedback, al sentido común y a la vergüenza. Cuando la empresa se “transforma digitalmente”, ellos dicen agile cada tres frases y hablan de machine learning como si hubieran tomado café con ChatGPT. Su talento es la supervivencia. Las cucarachas inmortales no crean valor: lo parasitan. Y, sin embargo, ascienden. ¿Por qué? Porque confunden arrogancia con liderazgo, velocidad con eficacia y ruido con impacto. Las organizaciones que los promueven creen que descubrieron una estrella, pero en realidad adoptaron una bestia que destruye valor.
Los vampiros chupasangre: A simple vista parecen encantadores. Sonríen, te preguntan cómo estás y te invitan a “una charla rápida”. Error fatal. Te atraparon. A los veinte minutos estás vacío, agotado, emocionalmente deshidratado. Los vampiros chupan energía ajena para compensar su vacío existencial. Hablan sin parar, te interrumpen, dramatizan. Y cuando terminan, se necesita terapia y un feriado largo. Tessa West, profesora de NYU, sostiene que estos sujetos son agotadores porque cada interacción con ellos es un micro trauma. Los expertos recomiendan ampliar la red de aliados en el trabajo, porque los vampiros se alimentan de las almas solitarias. Y si no podés evitarlos, aplicá la técnica ancestral del escape estratégico: fingí una llamada urgente, un incendio o una reunión imaginaria con el CEO.
Los jefes podridos: Son la mutación más peligrosa del ecosistema. Si las cucarachas se arrastran y los vampiros chupan energía, los jefes podridos la contaminan. No lideran, colonizan. Creen que la autoridad los exime de la humanidad. Confunden respeto con miedo, feedback con humillación y liderazgo con feudalismo emocional. Miranda Priestly (Meryl Streep en El diablo viste a la moda) parece una santa al lado de algunos ejemplares reales. Recordemos a Vishal Garg, CEO de Better.com, que despidió a 900 empleados por Zoom con la frialdad de un Excel. O a Larry Ellison, fundador de Oracle, que en sus años mozos creó un método de management llamado MBR: Management by Ridicule, gestión por el ridículo. Consistía en humillar a los directivos durante horas para “fortalecerlos”. Años después, admitió que ese estilo era propio de un CEO inseguro e inexperto. Lástima que su iluminación espiritual haya llegado después de arruinar la autoestima de medio Silicon Valley.
Los camaleones estratégicos: Son los que se adaptan con precisión quirúrgica al jefe de turno. Si el CEO es espiritual, meditan; si es agresivo, rugen; si es inclusivo, cambian la foto de perfil por un arcoíris. No creen en nada, pero simulan creer en todo. Su talento está en oler el poder como un sabueso corporativo. Parecen inofensivos, pero siempre caen parados cuando el barco se hunde. Son el lubricante perfecto de la hipocresía organizacional.
Los apocalípticos felices: Esta especie merece un estudio aparte. Son los que disfrutan el caos, viven para el conflicto y sienten placer cuando todo explota. “Yo ya lo había dicho”, repiten, con un goce narcisista que roza lo clínico. Nunca resuelven nada, pero siempre tienen razón. Son la versión corporativa del noticiero permanente. Si se corta la luz, sonríen: es su momento de brillar.
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El antídoto¿Cómo sobrevivir a semejante fauna? Primero, aceptando que el trabajo no es, necesariamente, una meritocracia de inteligencia, sino una selva de egos, miedos y estrategias de autopreservación. Después, aprendiendo a elegir las batallas: no todos merecen la energía necesaria. Algunos se autodestruyen solos; otros necesitan público.
Y sobre todo, recordando que la estupidez es contagiosa. Una reunión mal manejada puede transformar a un ser racional en un idiota funcional en menos de 30 minutos. Si se siente que el nivel de insensatez está afectando a uno, lo mejor es salir a caminar, respirar, buscar oxígeno. Y si nada funciona, hay que recordar: incluso las cucarachas inmortales mueren cuando se apaga la luz de la oficina y nadie las alimenta.
El trabajo, después de todo, no es una guerra santa contra la estupidez humana. Es un campo de entrenamiento para mantener la cordura entre los desquiciados. Un MBA intensivo en paciencia, ironía y resistencia emocional.
Y si todo falla, hay una salida elegante: renunciar antes de convertirse en uno de ellos.