La culpa de todo la tiene el voto cada dos años
Esta es la época del año en la que algunos políticos empiezan a rezongar por radio y televisión contra el sistema. Parecería que hubieran hallado la causa de todos los males: el problema en la...
Esta es la época del año en la que algunos políticos empiezan a rezongar por radio y televisión contra el sistema. Parecería que hubieran hallado la causa de todos los males: el problema en la Argentina, explican acariciándose el mentón, es que se vota cada dos años.
Y eso hace que se esté en campaña continuada. Así cuesta mucho gobernar, tener un proyecto nacional, diseñar el futuro, mirar el porvenir. Con elecciones cada dos años -se fastidian- resulta imposible pensar el mediano y largo plazo.
Hay que votar menos seguido, recetan. Quizás vieron que la iniciativa de Milei de suprimir las PASO -lo que determinó que ya no se vote en algunos distritos tres o hasta cuatro veces en un mismo año sino a lo sumo dos, como ocurrirá en la provincia de Buenos Aires- cayó bien.
Alguien está mandando una señal. Hubo provincias hace poco en las que dos de cada cuatro empadronados, en números redondos, se quedaron en sus casas tomando mate el domingo de elecciones; antes era uno de cada cuatro. Ya se había corrido la voz de que la obligatoriedad del sufragio en la Argentina es más bien teórica y que no votar está tan penalizado como no estacionar a treinta centímetros del cordón. No fue eso.
El crecimiento de la abstención podría deberse más bien a lo que devuelve la política. O lo que no devuelve. A la percepción del magro poder del sufragio como palanca de cambio del metro cuadrado propio. Eso creen expertos. Quién sabe. Los estudios serios sobre la abstención en ascenso al parecer no están viendo la luz. No todo el mundo quiere que todo el mundo se mejore de la apatía y vaya a disfrutar del derecho cívico. En general la preocupación de cada cual es por los votantes propios, o los supuestos votantes propios que se quedan en sus casas. Si los ajenos están con alguna afección republicana, paciencia, qué se le va a hacer, ausentes siempre hubo.
Ahora bien, la idea de que a los dirigentes, a los líderes, las elecciones les interrumpen su concentración en la delicada faena de administrar la cosa pública no es sino la admisión solapada de que las campañas proselitistas, para decirlo con elegancia, tienen un sostenido conflicto con la verdad. O a que ese conflicto está en su esencia.
Entiéndase bien, el político que dice que sólo habría que votar cada cuatro años no se está quejando de que no le alcanza el día porque en el mismo horario en el que gobierna tiene que largar lo que está haciendo y avisarle al chofer que debe salir corriendo a un estudio de televisión a hacer campaña. No. Lo que está diciendo es que como hay campaña, desde las transferencias de fondos automáticas y no automáticas a las provincias, los giros a los intendentes amigos y a los contreras, el precio del gas, la tarifa del colectivo, el costo del litro de nafta y de la leche, las obras públicas, los toboganes de las plazas, la aceleración de trámites, la virulencia de las protestas opositoras, la indisposición para hacer acuerdos, y desde luego el presupuesto nacional, entre otras mil cosas, quedan subordinados a las necesidades proselitistas.
El concepto de campaña permanente creado en los tiempos de Ronald Reagan está cada vez más asimilado. Desde que se lanzó a la carrera presidencial Milei es un buen ejemplo del fenómeno. Debido a las nuevas tecnologías, a las redes, a la transformación, en definitiva, de la comunicación pública, la frontera entre años electorales y años no electorales quedó más desdibujada que un fantasma en la niebla. Ni hablar de aquella norma no escrita que decía que las reglas electorales sólo se deben tocar en años no electorales. Hasta anoche seguían pensando en la provincia de Buenos Aires si no convendría dar marcha atrás con el desdoblamiento.
¿Creen realmente los abanderados de la “cuatrienalidad”, si cabe el neologismo, que con otra reforma de la parte instrumental de la Constitución mejorará, por fin, el sistema político? ¿No aprendieron nada de la reforma de 1994, magistralmente plural, es cierto, pero que con el agrandamiento del Senado o la creación del jefe de Gabinete, por citar sólo dos de sus novedades más sonoras, no produjo hasta hoy ninguna mejora verificable? ¿Acaso ahora la Justicia funciona de maravillas gracias a que sumamos a las instituciones el Consejo de la Magistratura (cuya estructura, además, va de reforma en reforma)?
¿Evitó la encomiable incorporación de los tratados internacionales de derechos humanos a la Constitución la degradación de los derechos humanos apropiados partidariamente por el kirchnerismo al punto de quedar mancillado su prestigio (me refiero al prestigio de los derechos humanos, obviamente no al del kirchnerismo)?
Sí sucedió que se introdujo un majestuoso artículo para dejar establecido que los partidos son instituciones fundamentales de la democracia. Y ahí nomás quebró el sistema de partidos. El sistema, no el registro: absurdamente existen más de 713 partidos distritales inscriptos y 47 partidos nacionales. Muchos, como se sabe, son sellos de goma que en temporada alta se revalúan. La mayoría de los partidos vigentes, los conocidos, carece de organicidad, de ideología precisa, de proyecto de país. Las plataformas que redactan periódicamente sus apoderados para cumplir con el requisito de la justicia electoral muchas veces son generalidades vergonzosas. En su mayoría los partidos no exhiben métodos estimulantes, convocantes, destinados a generar cuadros políticos. Y lo más grave: no participan como organizaciones en el proceso de toma de decisiones políticas o en la definición de estrategias parlamentarias.
En los hechos los partidos más destacados hoy están divididos, desperfilados, exentos de líderes capaces de aglutinarlos, hasta de conducirlos. Haberlos exaltado en la Constitución no los hizo germinar precisamente.
Por supuesto que la reforma constitucional tuvo aspectos positivos -uno de los menos polémicos es el sufragio directo para presidente y senadores-, pero otra cosa es la concepción reglamentarista de la realidad, esa creencia de que las reglas tienen un poder transformador absoluto en desmedro de las causas profundas que determinan que un sistema sea defectuoso. Un ejemplo podría ser la mismísima calidad de la dirigencia, la eximia oratoria de nuestros diputados y senadores. ¿Se podría elevar el nivel mediante retoques a la Constitución?
Quienes repiten que si se votara cada cuatro años y no cada dos todo andaría mucho mejor tal vez deberían advertir, además, que esto ya fue probado. Claro, durante un período del que casi nadie parece querer acordarse.
La supresión de las elecciones cada dos años la ensayó el tercer gobierno peronista bajo cuatro presidentes: Cámpora, Lastiri, Perón e Isabel Perón. Por esa razón no hubo elecciones legislativas en 1975. Año del Rodrigazo, del apogeo y caída de López Rega, de la Triple A.
Todos los mandatos electivos habían quedado unificados en cuatro años y se habían suprimido las elecciones intermedias en virtud de la Enmienda Lanusse de 1972, cuando era ministro del Interior Arturo Mor Roig (quien sería asesinado por los Montoneros un año después de dejar el cargo).
El general Alejandro Lanusse realizó una reforma constitucional de facto que el peronismo luego convalidó, no una sino dos veces. La primera vez fue cuando aceptó gobernar bajo las reglas elaboradas por la dictadura de Lanusse sin mencionar, siquiera, la posibilidad de modificarlas o de abolirlas. Salvo una: la que le había impedido a Perón ser candidato el 11 de marzo de 1973 (que en realidad no había sido una regla constitucional sino una “Cláusula de Residencia” introducida en el Código Electoral Nacional). Perón lo hizo renunciar a Cámpora, lo puso a Lastiri como presidente provisional y tras un nuevo llamado a elecciones, que ganó con el 61,86 por ciento, el 12 de octubre volvió al poder.
El gobierno peronista continuó entonces con la Constitución reformada por Lanusse. Nada se hizo para descartar la Enmienda que -tal como pasó con el artículo 14 bis introducido por la reforma de facto que llevó adelante en 1957 la Revolución Libertadora-, volvió a ser reconocida en los hechos por la convención constituyente de 1994 presidida por el peronismo, pese a que la enmienda ya había vencido (en 1982) por su propia letra.
Buena parte de las disposiciones de la Enmienda Lanusse es bien conocida por los argentinos porque los constituyentes del 94 las dejaron consagradas: elección directa de presidente y senadores nacionales (que ya había estado en la Constitución peronista de 1949), reducción de los mandatos a cuatro años, reelección presidencial consecutiva por un período, tercer senador por la minoría. Y, por fin, la estrella del siglo XXI: el balotaje. Si hoy no existiera el balotage el presidente se llamaría Massa (Lanusse lo instauró según el modelo francés, en el 94 fue tuneado).
La disposición que no pasó de la Enmienda Lanusse a la reforma del 94 fue la supresión de las elecciones intermedias. El consejo asesor de Mor Roig estaba integrado por prestigiosos hombres del derecho: Germán Bidart Campos, Carlos María Bidegain, Natalio Botana, Carlos Fayt, Mario Justo López, Julio Oyhanarte, Roberto Peña, Adolfo Rouzaut, Alberto Spota, Jorge Vanosse y Pablo Ramella. Algunos eran radicales o filorradicales. Otros estaban ligados al socialismo. Y uno, Ramella, era peronista. No cualquier peronista: había sido uno de los inspiradores de la Constitución de 1949 (y sería miembro de la Corte Suprema con Isabel Perón).
En cuanto a la Convención Constituyente de 1994, muchos de los 305 convencionales son nombres fáciles de recordar: Cristina Kirchner, Néstor Kirchner, Raúl Alfonsín, Eduardo Menem, Aldo Rico, Rodolfo Barra, Horacio Rosatti, Juan Carlos Maqueda, Lilita Carrió, Antonio Cafiero, Alvaro Alsogaray, Carlos Corach, Graciela Fernández Meijide, Antonio María Hernández, Aníbal Ibarra, Ramón Palito Ortega, Alberto Pierri, Carlos Reutemann, Jesús Rodríguez, Pino Solanas, Jorge Yoma, Eugenio Zaffaroni.
Es cierto que más votaciones no significa más democracia. Pero menos votaciones tampoco quiere decir más concentración en el largo plazo. La calidad de la democracia depende de múltiples factores y por lo que se ve en países en los que funciona considerablemente bien, un factor fundamental es la cultura política. Otro, la fortaleza del sistema de partidos.
Tal vez haya que replantear la lógica de las campañas y antes de cambiar la Constitución empezar por tener leyes que no estén pensadas para ser violadas. Como la que estipula que las campañas duran 35 días.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-culpa-de-todo-la-tiene-el-voto-cada-dos-anos-nid09072025/