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La guerra de los Roses: la cruenta fábula de una era política, el final que el estudio no quería y la sorpresa tras el estreno

Hace unos pocos años, el estreno de Perdida, adaptación de David Fincher de la exitosa novela de Gillian Flynn, reactivó la vigencia de la novela de Warren Adler que había causado sensación en...

La guerra de los Roses: la cruenta fábula de una era política, el final que el estudio no quería y la sorpresa tras el estreno

Hace unos pocos años, el estreno de Perdida, adaptación de David Fincher de la exitosa novela de Gillian Flynn, reactivó la vigencia de la novela de Warren Adler que había causado sensación en...

Hace unos pocos años, el estreno de Perdida, adaptación de David Fincher de la exitosa novela de Gillian Flynn, reactivó la vigencia de la novela de Warren Adler que había causado sensación en el tiempo de su publicación, el año 1981, y que consiguió aun mayor repercusión -y nuevas ventas- con el estreno de la versión fílmica dirigida por Danny DeVito y protagonizada por Michael Douglas y Kathleen Turner.

Perdida (2014) es un thriller, cáustico y feroz, que aborda el matrimonio como trampa pero que ciñe su mirada sobre otros aledaños como la codicia y el narcisismo, agentes subterráneos que convierten la pasión de una pareja en un odio germinal de las peores atrocidades criminales. Fincher lleva esa premisa a su propio mundo, calculado y sombrío, y los personajes que interpretan Ben Affleck y Rosamund Pike no tienen nada que envidiarle al asesino brutal de Zodíaco (2007).

Ahora bien, más allá de los méritos de la película del director de Pecados capitales, en la imaginación de Gilliam Flynn subyacía una única inspiración: la novela de Warren Adler. Aquella pieza de la sátira que sacudió la moral en crisis de los Estados Unidos, la misma que venía a restaurar la flamante elección de Ronald Reagan como presidente, con un golpe asestado en el corazón de sus mejores instituciones: el matrimonio y, por supuesto, la familia.

Adler fue un ensayista, poeta y novelista nacido en Brooklyn, compañero de colegio de Mario Puzo, educado en la Universidad de Nueva York y convertido tempranamente en un hombre de negocios, dueño de radios y una estación de televisión, pero también de una agencia de relaciones públicas dedicada a campañas políticas y empresariales, entre cuya nómina de clientes figuraba el célebre complejo Watergate, piedra del escándalo en el caso de las escuchas ilegales que terminó con la presidencia de Richard Nixon.

Probablemente fue ese ambiente el que mejor germinó en la literatura del autor, quien hacia mediados de los 70 dejó los negocios para dedicarse a las letras. Como no podía ser de otra manera, fue La guerra de los Roses la que le dio fama y dinero, cultivada en ese desencanto que había nutrido sus coqueteos con la política y los medios de comunicación. El título funcionó como un guiño a la Guerra de Las Rosas en la Edad Media, aquella que enfrentó a los Lancaster y los York por la corona británica en una saga de sangrientas batallas y disputas de alcoba que duraron varias generaciones.

Aquel hálito de comedia negra y vengativa que prometía ajustar cuentas con las mieles del matrimonio, fue lo que entusiasmó a un productor como James L. Brooks -productor de la serie de televisión Taxi, protagonizada por, justamente, por Danny DeVito- para impulsar la versión cinematográfica del best-seller de Adler. El equipo elegido no fue otro que aquel que venía de grandes éxitos en el terreno de la aventura: Michael Douglas y Kathleen Turner, como actores principales, y Danny De Vito como coprotagonista, habían sido el corazón de Tras la esmeralda perdida (1984), de Robert Zemeckis, y de La joya del Nilo (1985), la secuela dirigida por Lewis Teague.

Con un ojo puesto en la palpitante expectativa de gran público, el estudio que produjo la película fue la 20th Century Fox, el mismo de esas exitosas aventuras en Colombia y el Nilo. El guionista encargado de la adaptación fue Michael J. Leeson, autor de varias series televisivas, y de comedias disparatadas algo desconocidas como Jekyll and Hyde… Together Again (1982) y The Survivors (1983), esta última con un joven Robin Williams y un veterano Walter Matthau.

Además de interpretar al abogado especialista en divorcios, Gavin D’Amato, Danny DeVito fue designado para dirigir la película, la segunda luego del éxito de su ópera prima, Tira a mamá del tren (1987). Fue una época clave en la obra de DeVito, además de como director como comediante, en películas como: Estos sí son amigos (1986), de Brian De Palma junto a Harvey Keitel; en Por fin me la saqué de encima (1986), del grupo ZAZ (los mismos de Top Secret!); en Dos sinvergüenzas en Cadillac (1987), bajo la dirección de Barry Levinson -como parte de la notable trilogía de Baltimore, integrada además por Diner (1982) y Avalon (1990)-; y finalmente en Gemelos (1988), de Ivan Reitman.

Varios de los tópicos de la comedia negrísima del trío integrado por Jerry y David Zucker junto a Jim Abrahams (responsables además de las sagas de ¿Y dónde está el piloto? y La pistola desnuda) reaparecen en La guerra de los Roses, como la explosiva diatriba contra el matrimonio y la verdad delirante que se esconde tras la fachada de la felicidad conyugal. El personaje de DeVito en la película, quien se convierte en el narrador de la historia como moraleja hacia uno de sus clientes, fue uno de los que más se alteró respecto de la novela original, donde era un exrabino llamado Murray Goldstein, proclive a lanzar sus advertencias en hebreo antiguo.

La historia es entonces la de Oliver y Bárbara Rose (no Roses, como sugiere la traducción del título al castellano), una pareja que se conoce de manera idílica en una subasta celebrada en la isla de Nantucket, cuando ambos eran estudiantes universitarios y pujaban por una pequeña estatua de marfil . Los desconocidos inician un romance apasionado que culmina en un matrimonio con dos hijos y un enorme árbol de Navidad. Olivier es un abogado egresado de Harvard, exitoso y competitivo; Bárbara abandona sus estudios y su interés en el deporte para convertirse en una ama de casa ejemplar. Ambos realizan lo que creen mejor para alcanzar la felicidad, pero no parece ser suficiente: Bárbara se siente frustrada por haber renunciado a sus sueños y comienza un negocio propio para ser financieramente independiente; Olivier descubre que su dedicación al trabajo y su lugar de proveedor lo han privado de amor verdadero. La enorme casa que tienen en Washington se convierte en un espacio vacío y alienante, botín de una guerra progresiva que comienza con frases hirientes para culminar con misiles de destrucción masiva.

Ajustado el guion, el rodaje comenzó en marzo de 1989 y culminó en julio del mismo año. La escena inicial, en la que vemos a la pareja en sus primeros coqueteos, con un Douglas pelilargo y una Turner atlética por la costa de Nantucket, fue filmada en la ciudad de Coupeville, en el estado de Washington, puntualmente en la isla Whidbey. El resto de las escenas se filmaron en los estudios de la Fox en Los Ángeles, la fachada de la casa de los Rose en una mansión ubicada en la calle Freemont de esa misma ciudad, y las escenas de la nieve en un backlot de los Estudios Universal en la misma California.

Sin embargo, los dos espacios cruciales de la película, más allá del living de la casa y su imponente araña convertida en arma letal, son las dos oficinas donde los Rose blanden sus más afiladas frases de odio mutuo, la del terapeuta y la del abogado. La segunda, de hecho, se revela como el escenario de despegue del relato, donde un cínico D’Amato advierte a su desorientado cliente sobre lo que vendrá: “Creo que deberías escuchar esta historia hasta el final. Podría ser importante para vos. No voy a empezar a contar el tiempo todavía. Mi tarifa es de 450 dólares la hora, y cuando un hombre que gana 450 dólares quiere contarte algo gratis, deberías escuchar”.

DeVito en la piel de D’Amato será, a lo largo de toda la película, la voz de la razón. Y si bien pertenece a la misma clase social que sus clientes, se permite una reflexión externa que dibuja una crítica evaluación de ese espejismo familiar que se viene abajo al son de la batalla marital. De hecho, el propio DeVito como director determina la puesta en escena de esa aparente felicidad como “la imagen utópica de la vida de clase alta que legó la era Reagan -en palabras del crítico Jonathan Rosenbaum-, una buena vida compuesta de adquisiciones y posesiones, bendiciones que hay que contar e incluso inventariar para apreciarlas. Si uno puede hablar en un lenguaje de objetos, este es evidentemente el único que Oliver y Bárbara Rose dominan”. En ese sentido, ese materialismo que define al matrimonio es el que impulsa la pelea por la casa como última posesión, símbolo de la unión de la pareja. También el auto deportivo de colección que posee Oliver, un Morgan Roadster Plus 4 convertible británico de 1960, color crema y con techo negro, queda destrozado como síntoma del enfrentamiento (el coche finalmente fue comprado por Bill Caruso, un coleccionista de Hartford, en Connecticut, quien lo restauró con la intención de competir en Limerock Park, pero falleció antes de poder hacerlo. Más tarde fue adquirido por Wayne Carini para su programa Chasing Classic Cars).

“El grado en que las posesiones de esta pareja se convierten en su único medio de comunicación -además de funcionar como regalos, como autodefiniciones, como moneda de cambio, como puntos de discordia y, en última instancia, como armas— ayuda a explicar por qué sus crecientes batallas, una vez que Bárbara decide divorciarse, tienen una lógica precisa como expresiones de sus identidades”, agrega Rosenbaum. Por ello, pese a la lectura contemporánea de la historia como un “cuento moralista”, que advierte sobre los peligros que acechan a la sagrada unión familiar desde afuera (en consonancia con otros thrillers del momento sobre los peligros de la infidelidad, como la emblemática Atracción fatal), La guerra de los Roses escapa a ese tono admonitorio ofreciendo un final amarguísimo contra el que el propio estudio libró batalla.

En una entrevista de 1989 con Bobbie Wygant, Danny DeVito habló sobre el rumor de que la Fox pidió un final alternativo: “Lo hablamos con la gente del estudio, pero decidimos que ésta era la única manera de terminar la película. Si repasás todos los finales de películas de Hollywood que se te ocurran, estoy seguro de que podríamos haber terminado con una puesta de sol y una pareja alejándose en un Volvo. Pero eso no estaba en mis planes. Estoy muy contento con el final de la película”. Sin embargo, la presión de 20th Century Fox para que filmara un final feliz existió, y se originó en el potencial de la película en los mercados internacionales, que se podía ver comprometido porque algunas pasadas preliminares en públicos de prueba mostraban que el final resultaba demasiado deprimente.

Paradójicamente, la película consiguió un éxito rotundo en su estreno, en diciembre de 1989, llegando al primer puesto en la taquilla de los Estados Unidos y recaudando un total de 160 millones de dólares en todo el mundo (con la inflación, esa cifra hoy se duplica). En ese sentido, lo más revelador fue que superó en recaudación tanto a Tras la esmeralda perdida como a La Joya del Nilo: un merecido final feliz para una película que se empeñó en evitarlo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/cine/la-guerra-de-los-roses-la-cruenta-fabula-de-una-era-politica-el-final-que-el-estudio-no-queria-y-la-nid02092025/

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