La incomunicación como estrategia
Mi viejo nació en el imperio de los zares, en un pequeño pueblo judío –un shteitl– donde hoy es Bielorrusia, cerca de la frontera con Lituania. Su padre murió cuando él era muy chico y ten...
Mi viejo nació en el imperio de los zares, en un pequeño pueblo judío –un shteitl– donde hoy es Bielorrusia, cerca de la frontera con Lituania. Su padre murió cuando él era muy chico y tenía una chorrera de hermanos. Se salvaron tres: uno que emigró a Estados Unidos, una hermana que se ocultó en la casa de amigos cristianos en Lyon, Francia, y él, que después de dar muchas vueltas recaló en 1939 en la Argentina. Nunca hablaba de su madre y del resto de sus hermanos, víctimas del Holocausto. La única vez que lo vi llorar fue cuando me llevó al cine a ver El violinista en el tejado. Lo único que dijo fue que el pueblo de la película le recordaba a su pueblito.
Mi madre llegó a la Argentina, con su familia, cuando tenía 12 años. Tampoco hablaba de su infancia en Varsovia, salvo algunos breves comentarios referidos al antisemitismo polaco. En cambio, contaba sobre sus primeros años en un conventillo de Buenos Aires: había italianos, españoles, turcos, judíos…: un mosaico de inmigrantes extraordinariamente solidarios, una comunidad generosa donde todos ayudaban a todos.
A veces mis abuelos maternos recordaban anécdotas de sus amigos en Polonia. Esos recuerdos se interrumpían de golpe con silencios largos y densos.
Más allá de innumerables lecturas, entendí mejor el Holocausto y el pasado de mi familia cuando visité a mi tía en París. En su humilde casa había un enorme cuadro con una foto de su marido con uniforme del ejército francés: se salvó tras pasar la guerra en un campo de prisioneros donde soldados franceses habían sido confinados.
Esa tarde mi tía sacó de una caja una buena cantidad de fotos viejas de color sepia. Me mostró uno por uno a mis familiares, uno de ellos era muy parecido a mí. Al cabo, volvió a juntar las fotos y las fue repasando mientras repetía la palabra tzebrent, que en ídish quiere decir “quemado”... Los nazis mataron a todos ellos.
De joven, pensé en emigrar a Israel. Me quedé en la Argentina; en esa decisión influyó mi madre, que expresaba un enorme orgullo cuando me veía con el uniforme argentino durante la colimba. Ese orgullo se debilitó el día que milicos de civil me llevaron para picanearme durante una noche, para después dejarme en la madrugada en un descampado.
En cualquier caso, mantuve mi decisión de vivir y trabajar en la Argentina y comprometerme con el país, lo que me llevó a la función pública un par de veces y a especializarme en desarrollo económico.
Hace unos días, el periodista Carlos Pagni advirtió sobre la incomunicación y la incomprensión que se viven en la dirigencia actual, tanto a nivel mundial como en la Argentina. Usó el ejemplo de un libro: A treinta días del poder, de Henry Ashby Turner. Me interesó, voy a leerlo. La referencia del periodista fue que, según Turner, la llegada de Hitler al poder en enero de 1933 se explica porque “los dirigentes de la clase política alemana de ese momento tenían una hipótesis errónea respecto del comportamiento de los demás líderes, cada uno pensaba una cosa distinta de lo que el otro quería hacer”, una Torre de Babel debida a la incomunicación. Por fin –citando a Turner–, Pagni dijo: “La incomunicación genera caos, engendra monstruos”.
El presidente Milei reaccionó diciendo que, con sus dichos, Pagni “minimiza el desastre que generó Hitler en la humanidad toda”, y la DAIA, la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas, avaló las palabras presidenciales en un posteo en X donde criticó al periodista: “Comparar las condiciones por las cuales nuestro presidente argentino llega al poder con la Alemania hitleriana es una aberración, y minimiza el desastre que generó Hitler a la humanidad toda…”. Una nueva Babel: se avala una acusación del Gobierno basada en dichos que nunca fueron dichos.
La agresión presidencial al periodismo es habitual; llegó a decir que “la gente no odia lo suficiente a los periodistas”, palabras inconcebibles en una sociedad democrática. Pero lo que resulta más ofensivo es la declaración de la DAIA. La DAIA no debe replicar falsedades sobre las supuestas expresiones de la prensa y menos aún asociarse a discursos de odio. Si algo debe caracterizar a nuestra comunidad, si algo hemos aprendido de la vida y de la muerte de nuestros antepasados y de su cara a cara con lo monstruoso, es el cuidado por la dignidad del otro, el respeto por el valor de las palabras. Y estar lo más lejos posible de los disparos discursivos falaces y letales, tan apreciados hoy en la incomunicación estratégica que se propaga en las redes. Es nuestro deber moral combatirlos con la alegría del encuentro, en el acuerdo y en el disenso, como en aquel conventillo de nuestros padres inmigrantes.
Economista. Miembro del Club Político Argentino
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-incomunicacion-como-estrategia-nid09052025/