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La maestra que trata de sacar a los chicos de las redes narco: “La escuela sigue siendo un lugar donde absorben un poco de cariño”

Vilma Ludueña aporta una frase que la define como maestra: “Mi chaleco antibalas es el guardapolvo”. El uniforme de docente sigue siendo una especie de antídoto protector para el peligro que ...

La maestra que trata de sacar a los chicos de las redes narco: “La escuela sigue siendo un lugar donde absorben un poco de cariño”

Vilma Ludueña aporta una frase que la define como maestra: “Mi chaleco antibalas es el guardapolvo”. El uniforme de docente sigue siendo una especie de antídoto protector para el peligro que ...

Vilma Ludueña aporta una frase que la define como maestra: “Mi chaleco antibalas es el guardapolvo”. El uniforme de docente sigue siendo una especie de antídoto protector para el peligro que irradian lugares complicados, esos que ella camina a diario sin ningún problema, con su portafolio de cuero negro.

Tiene 54 años y hace 33 que es docente en la zona donde nació, en el sur de Rosario, donde en la calle y en el aula vio cómo la violencia narco transformó el tejido social. Su carrera es fruto de la experiencia cotidiana, sin eufemismos académicos, como advertía el pedagogo brasileño Paulo Freire: “No hay palabra verdadera que no sea al mismo tiempo una praxis”.

Esta mujer que comenzó a dar clases a los 22 años fue testigo de cómo cambiaron los alumnos y sus familias en un barrio donde se diluyó la cultura del trabajo que se había cimentado en la década del ‘80. Esa estructura socioeconómica empezó a decaer hasta quedar casi en ruinas. Donde había fábricas emblemáticas, como la exRallo, que producía corchos, los frigoríficos y el puerto, ahora suele haber escombros, rodeadas de casas precarias. En ese territorio se empezaron a multiplicar hace 15 años los búnkeres de venta de drogas.

Actualmente, Vilma es directora del Jardín Nucleado Nº249, que hace 25 años espera tener un edificio propio, en Vía Honda, también en el sur de Rosario. Por ahora, funciona en el edificio de la escuela Nº660. Ese barrio es uno de los lugares más pobres y marginales de Rosario, donde el narco gestó lealtades en la epidermis del barrio, a través de las carencias y las necesidades.

A pocas cuadras de la escuela, el fundador de la banda Los Monos, Máximo Ariel Cantero, conocido como El Viejo, manejaba hasta 2022 el comedor comunitario Gauchito Gil, donde con su pareja Bibiana Montero –ambos presos-, distribuían unas 300 raciones de comida por día.

Al lado del comedor, en su casa, donde en el living tenían colgado el cuadro de Al Pacino de la película Scarface, había muchachos que ejercían de “soldaditos”, como se los llama en la jerga a los niños y adolescentes que “trabajan” para los criminales.

Cuando Vilma camina por el barrio los saluda con naturalidad. Irradia respeto su figura. “Yo les limpié los mocos. A pesar de las limitaciones que tenemos, la escuela sigue siendo un lugar donde estos chicos absorben un poco de cariño, de atención, que no tienen en otro lado”, ensaya.

Vilma, con otra gente del barrio, plantó una competencia. Tienen un comedor, que se llama El Arca, donde le cocinan a decenas de chicos. Una parte de los fondos provienen del aporte que recibe de un reconocido publicista argentino que vive en Londres, cuyo nombre no quiere que se revele, que se interesó en su trabajo.

Algunos de los chicos que iban al jardín con Vilma tenían marcadas en la piel las cicatrices de esa relación perversa entre la necesidad, el hambre, y la violencia narco.

La maestra cuenta que los padres y madres, muchas veces ligados a ese mundo criminal de ese suburbio pobre, naturalizan esa vida ruinosa. “A un chiquito le cortaron el cabello y le hicieron en el costado de la cabeza el relieve de una ametralladora. Tiene cuatro años”, advierte como algo cotidiano, pero aclara que los problemas con la narcocriminalidad se traslucen también en los dibujos que hacen los niños y cuelgan de las paredes de una de las aulas. Oscuridad y formas monstruosas en una edad donde todo debería ser floreciente.

Esta maestra es una testigo directa de cómo la venta de drogas cambió la trama social. Hay una historia que demarca las nuevas fronteras y cómo la burocracia del Estado muchas veces resulta una mole que llega tarde a dar respuesta. Deja vacía esa figura del Estado presente, como garante de soluciones.

La maestra escribió una carta a fines de 2010 que llevó al Ministerio de Educación de Santa Fe y a la Dirección de Niñez. El título de esa misiva era: “Un marco para M.”. Se refería a un alumno que iba al jardín de infantes Nº55 Gustavo Cochet, ubicado en bulevar Seguí al 100 bis, en el barrio La Tablada.

“Vivimos en medio de la violencia que ejercen los adultos hacia los niños, otras entre los jóvenes por rivalidad entre grupos antagónicos por querer tomar posesión de un determinado sector de esta zona del barrio, mediante el uso de armas de fuego de grueso calibre, que se ejecutan a cualquier hora del día, casi siempre en presencia de nuestros alumnos”, detalló la mujer hace 15 años.

Su descripción era ajustada a una realidad que aún no tenía eco en la agenda política ni tampoco en los medios de comunicación, pero que en el territorio empezaba a supurar. El problema de la violencia narco en ese momento no había perforado las fronteras de algunos barrios, y era un flagelo que lo sufrían quienes transitaban y vivían en esos territorios.

Ese problema se hizo “visible” tres años después, cuando en 2013, lo que algunos llamaron la guerra narco, hizo crecer vertiginosamente las estadísticas de homicidios. Ese año se cometieron 263 asesinatos. Pero tiempo antes en los barrios más golpeados por el narcomenudeo comenzaba a vislumbrarse lo que vendría. Los docentes le habían tomado especial cariño a M. por la historia que acarreaba sobre sus espaldas.

M. no tenía padre. Su madre sufre una discapacidad severa y es no vidente. Ahora está internada en un hospital psiquiátrico. M. nació fruto de una violación, según reconstruyeron en la escuela. Un hombre mayor del barrio, que después fue asesinado, se encargaba de abusar de los chicos y chicas que viven “bajo tierra”, una zona que está bajo las vías del ferrocarril.

“M. empezó a consumir droga desde muy chico, por su tía, que era la encargada de un búnker en la calle Convención, a unos metros de las vías del ferrocarril”, aseguraron en el barrio. M. empezó a robar desde los 10 años. Concurrió solo un par de años a la escuela primaria y después abandonó. La calle fue su hogar y los búnkeres que manejaba su tía, el sitio para obtener droga a bajo costo, advirtieron.

Tras el asesinato de M., el cura Claudio Castricone, que actualmente es obispo auxiliar de Orán, Salta, pero que fue párroco en La Tablada durante décadas, reflexionó: “Con M. fracasamos todos: la escuela que no lo supo contener dentro de sus aulas, la justicia y el IRAR (actual Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil) que no lo ayudó en su recuperación, las iglesias que no le supimos mostrar que la felicidad no está en el consumo de droga”.

Hace 14 años, Vilma se anticipó y con ese pedido de auxilio, que nadie respondió, intentó salvar a , pero no pudo. Lo mataron en enero de 2024. Su cadáver apareció tirado en la calle. “A pesar de todo, la escuela sigue siendo un lugar al que esta gente le tiene cierto respeto”, aclara en una conversación con LA NACION en el jardín de infantes que tiene saltos, y va de un lado a otro, como es la personalidad de esta maestra.

Menciona un nombre, el de V., un exalumno de ella, que “anda en el sicariato”. “Todos lo están buscando por un crimen”, afirma. Cuando dice “todos” hace referencia a la policía y a los narcos. Pero explica el contexto en el que ella lo vio crecer. “Se crio en la cárcel de mujeres con su madre narco”.

Recuerda otro chico, U., que estaba en el jardín, y le pidieron desde el Ministerio de Educación que lo sacara de la lista. Era porque a pesar de que era un chiquito de cuatro años su nombre no podía figurar en ningún lado, porque sus hermanos más grandes estaban prófugos y los buscaban para matar a toda la familia.

“La escuela no puede sostener hoy a un chico que viene con una historia problemática ligada al mundo criminal y de las drogas. Lo podemos contener, pero es difícil, porque cuando sale de la escuela no tiene nada. Retorna a un hogar donde la violencia es lo cotidiano y faltan lugares de recreación, para que los pibes tengan la cabeza en otro lado, con un deporte, con algo que les de felicidad”, asegura Ludueña.

“Hay chicos que no aceptan límites, y ese límite roto es que te puede caer con un arma a la escuela, que arremete contra todos. Entonces, muchos piensan que es preferible tenerlo fuera de la escuela. Que se haga invisible. Pero es una hipocresía, porque muchos de esos chicos terminan en la cárcel o en el cementerio. Yo sigo pensando que la escuela debe ayudar a torcer ese destino. Por eso, estoy convencida que no solo hay que tratar de contenerlos, sino de irlos a buscar”, agrega.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/comunidad/la-maestra-que-trata-de-sacar-a-los-chicos-de-las-redes-narco-la-escuela-sigue-siendo-un-lugar-donde-nid03062025/

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