La misión de la Corte en momentos de crisis democrática
Según nos anuncia, la Corte Suprema Argentina culminó 2024 con un nuevo “recórd histórico” de sentencias dictadas. Su reporte de diciembre de 2024 nos confirma que el tribunal “ya superó...
Según nos anuncia, la Corte Suprema Argentina culminó 2024 con un nuevo “recórd histórico” de sentencias dictadas. Su reporte de diciembre de 2024 nos confirma que el tribunal “ya superó los 12.250 fallos, alcanzando más de 20.200 causas resueltas.” Bastante más que las 10.024 sentencias de 2023, o las 8050 de 2022. Los números impresionan: sorprende la contundencia de las cifras; la cantidad de los casos decididos. Sin embargo, hay algo disonante en esas estadísticas. Algo que se torna evidente cuando las contrastamos con las realidades que conocemos y que explican, tal vez, el hecho de que colectivamente no festejemos esos números, o que ni siquiera nos importen demasiado. ¿Será, simplemente, que preferimos ignorar una información relevante, o será, más bien, que los datos presentados resultan menos significativos de lo que parecen? Mi impresión está más cerca de esta última línea de reflexión.y quisiera, en lo que sigue, explicar por qué. La Corte Suprema Argentina, como otras en el mundo, no está cumpliendo con la función que debe asumir en este período de radical crisis democrática. Cuando el techo de la “casa común” se desmorona, decir que uno ha pintado las paredes o arreglado al jardín puede ser visto no sólo como “muy poco” si no –peor– como parte del problema. ¿Cómo no dedicar la poca energía de que se dispone a mantener en pie al propio hogar, cuando ceden las estructuras que lo sostienen?
La Corte debería concentrarse en la preservación de las bases del procedimiento democrático; para justificar esta afirmación basta con reconocer lo que buena parte de la doctrina contemporánea reconoce. Ocurre que la Argentina representa hoy un caso (extremo) más de un problema extendido en buena parte de Occidente, y que tiene que ver con la consolidación de cambios sociales y económicos que han puesto en crisis el constitucionalismo nacido hace dos siglos. El derecho comparado viene insistiendo, en las últimas décadas, en llamar la atención sobre el problema de la “erosión democrática”, que nos habla de cuestiones bastante evidentes: expresiones de una crisis que conocemos. En América Latina, el examen de situación puede comenzar con lo que resulta una buena noticia: hoy ya no ocurre lo que fue la regla en siglo XX en materia de estabilidad democrática. Han terminado esos procesos de quiebra recurrente en el sistema institucional: la práctica habitual de los golpes de Estado. Sin embargo, lamentable y esperablemente, esa “buena noticia” no ha significado la transformación de nuestros sistemas constitucionales en democracias sólidas, estables y justas. Como dijo Guillermo O’ Donnell, hoy nuestras democracias no “mueren de un solo golpe”, violentamente como antes, sino que se van desangrando a través de “mil cortes” –ninguno fatal, todos muy serios– que conducen a la “muerte lenta” del sistema. Típicamente, reemplazamos los golpes de Estado por líderes más o menos autoritarios que, “desde adentro”, van “aflojando las tuercas” del sistema, desmontando la maquinaria democrática de “frenos y balances”. Explicar la llegada de esos líderes autoritarios y la falta de confianza ciudadana en su clase dirigente nos llevaría muy lejos (deberíamos hablar de desigualdades sociales profundas, pero también del fin de las sociedades pequeñas, divididas en pocos grupos homogéneos, con intereses estables, sobre las cuales se erigió el constitucionalismo que conocimos). El hecho es que, por diversas razones, vivimos hoy (en la Argentina y más allá) en sociedades políticamente polarizadas y socialmente injustas, con clases dirigentes deslegitimadas, ciudadanos dispuestos a canalizar su “sed de venganza” en las urnas, y líderes que acceden al poder con la promesa principal de “romperlo todo”.
Ese es el marco social, legal y político en el que nuestras Cortes actúan: una casa que se derrumba, y que recurrentemente queda a cargo de personas que portan un hacha en la mano: líderes que, como Trump, o Milei, o Bolsonaro, o Erdogan, u Orban, se muestran dispuestos a concretar su personal “asalto” a las instituciones, hasta someterlas a su arbitrio. Se trata de personajes que, habitualmente, aparecen dispuestos a favorecerse a sí mismos, ya sea haciendo negocios (más dinero) o maximizando sus capacidades de actuar discrecionalmente (más poder), a costa de la legalidad democrática. Frente a semejante cataclismo, las Cortes no pueden actuar como si viviéramos en “tiempos normales.”
Más bien lo contrario. Por eso, las mejores reflexiones sobre los deberes de las Cortes (qué deben hacer, cuándo deben intervenir y de qué modo) son aquellas que comienzan con un análisis sensible a los “problemas del tiempo”. Tales análisis parten siempre de la pregunta apropiada: ¿cuáles son, hoy, las principales amenazas que sufre nuestra democracia constitucional? En una de las pocas ocasiones en que la Corte de Estados Unidos reflexionó sobre los alcances de su propia labor (la célebre nota al pie n. 4 del fallo Carolene Products, de 1938), el tribunal elaboró una respuesta de ese tipo, es decir, una respuesta plenamente sensible a los más graves problemas de su tiempo. Sostuvo entonces que, en el contexto de una política que tendía a ser “capturada” por los lobbies en el poder, y gobiernos que recurrentemente se mostraban dispuestos a “dejar fuera de juego” a ciertas minorías (negros, homosexuales, etc.), su misión debía concentrarse en dos tareas principales: “mantener abiertos los canales del cambio político” (impidiendo los procesos de “captura” por el gobierno a cargo) e impedir las discriminaciones contra minorías “discretas e insulares”. Toda la atención y energía de los tribunales debía dirigirse a atender y remediar tales recurrentes patologías.
El razonamiento que debería guiar a nuestra Cortes hoy, en este tiempo, debería mantener una estructura, y en buena medida unos resultados semejantes a los entonces propuestos. La pregunta principal sigue girando en torno a cuáles son las amenazas más graves que enfrenta, en la actualidad, nuestra democracia constitucional. Y la respuesta sigue, siendo, con algunos ajustes, una como la que se ofreció en Carolene Products. Podríamos decir entonces (por ejemplo, y con los matices del caso) que los tribunales deberían centrar sus energías en evitar la “erosión democrática” (el esperable, previsible intento de nuestros Ejecutivos, de expandir su poder y afectar la estructura de “frenos y contrapesos”), conteniendo a la vez las injustas desigualdades sobre las que tales políticas se asientan. Se trata de deberes que, por lo demás, claramente se derivan de la estructura de poderes y de los generosos derechos reconocidos por nuestra Constitución de 1994.
Una vez que, de este modo, repensamos la labor de una Corte como la Argentina, entendemos mejor por qué no nos asombra o no admiramos que la Corte decida, en promedio, unos “mil casos por mes”. Ocurre que, de un modo u otro, todos reconocemos que la Corte no está concentrándose en lo importante. No está ocupándose de lo que debe o, lo que es peor, lo hace mal cuando se ocupa de eso. Cuando la Corte permite que se gobierne sin presupuesto; cuando no reacciona frente a una ley (la 26122), que autoriza a que el Ejecutivo legisle discrecionalmente; cuando convive “sin decir nada” con megadecretos que aspiran a modificar leyes o Códigos a partir de la voluntad arbitraria del Presidente; cuando promueve la jura (como juez de la Corte) de un académico nombrado por fuera de los muy estrictos procedimientos exigidos; cuando no fulmina la posibilidad de que se designen jueces de la Corte “durante el receso” legislativo, y sin acuerdo o con la oposición de las provincias y del Senado, la Corte fracasa en su misión democrática. No se trata de una Corte “respetuosa de la política y de sus tiempos”, sino de un tribunal que, a través de lo que hace y de lo que omite hacer, contribuye protagónicamente a la debacle democrática. Lo importante, entonces, no es que el máximo tribunal decida este año un millón de casos y bata un nuevo récord el año próximo sino, tal vez, que decida sólo una decena de ellos: casos cruciales para el sostenimiento del constitucionalismo democrático. Hoy más que nunca dicha tarea resulta urgente, cuando parece que la democracia se nos escurre entre las manos.