La motosierra no necesita empatía, sí saber qué árbol talar
Parece contrainstintivo decirlo, pero en este caso, la Argentina puede haber hecho las cosas mejor que Estados Unidos. Me refiero al uso de la motosierra como metáfora, y también como herramienta...
Parece contrainstintivo decirlo, pero en este caso, la Argentina puede haber hecho las cosas mejor que Estados Unidos. Me refiero al uso de la motosierra como metáfora, y también como herramienta, para reformar el Estado.
Días atrás, Elon Musk dijo que haber aceptado la motosierra de Milei y mostrarla en el CPAC fue un error, que le faltó empatía. Su reflexión es valiosa, especialmente viniendo de alguien que supo desafiar estructuras establecidas con enorme impacto. Pero me pregunto si el problema fue realmente de forma. Tal vez el fondo de la cuestión esté en otra parte.
¿Empatía con quién? Conviene problematizar la idea de la empatía como vara principal para evaluar decisiones de política pública. Esto no significa descartar el análisis de impacto social, sino reconocer que la empatía mal entendida puede ser injusta. ¿Empatía con quién? ¿Con una burocracia que vuelve eterno el registro de una pyme? ¿Con trámites que impiden patentar ideas, cerrar balances, abrir un local, invertir o simplemente avanzar? ¿O con los ciudadanos que quedan atrapados en esas redes invisibles?
Se puede ser empático y cometer errores graves. Y por la inversa: uno puede parecer frío o incómodo y, sin embargo, haber diseñado correctamente una política que beneficia a los más vulnerables. La evidencia importa más que las intenciones. Tomemos el mercado de alquileres. La derogación de la ley de alquileres, una medida percibida como "poco empática" hacia los inquilinos, produjo resultados concretos: incremento del 211,9% en la oferta de inmuebles y reducción del 26,6% en precios reales. Para septiembre de 2024, los precios habían caído 40,4% en términos reales. ¿Qué es más empático: mantener una ley que sonaba protectora pero generaba escasez y precios altos, o eliminarla para que más familias accedan a vivienda a menor costo?
Analicemos el desafío que tiene el Estado del siglo XXI. ¿Tiene sentido sostener un aparato burocrático diseñado para otro siglo, cuando el fin último del Estado debería ser ofrecer las mejores respuestas posibles ante desafíos cada vez más complejos? En un entorno donde el conocimiento se vuelve obsoleto con rapidez y las capacidades requeridas cambian todo el tiempo, ¿qué valor tiene la estabilidad burocrática si no está al servicio de la adaptación? En la era de la inteligencia artificial, donde las soluciones exigen criterio, datos y rediseño institucional permanente, la estabilidad sin propósito corre el riesgo de convertirse en simple inercia. Aun así, cierta estabilidad dentro del Estado puede cumplir funciones importantes: garantizar continuidad de políticas de largo plazo en asuntos de orden público, desarrollo de infraestructura, infraestructura crítica, independencia técnica y memoria institucional. El desafío no es eliminarla, sino distinguir entre la que protege el interés público y la que protege privilegios corporativos.
En la Argentina, vinculado al poder, suele decirse que gobernar es 10% lo que querés y 90% lo que podés. Y ese “podés” no siempre depende de negociaciones políticas o mayorías legislativas. Muchas veces, el mayor límite a la acción no está en la política visible, sino en un poder no electo, no democrático, que se manifiesta a través de una burocracia que resiste transformaciones, aun cuando éstas hayan sido votadas. Sin embargo, sería injusto no reconocer que dentro de ese mismo entramado convive también un capital técnico valioso, con personas que sostienen parte del funcionamiento del Estado y que, muchas veces, hacen que las cosas buenas finalmente ocurran. Para ellos el estado tampoco está bien diseñado, no maximizar su talento, más bien pretender ahogarlo.
Los números de la transformación argentina
Lo que diferencia una motosierra performática de una herramienta institucional no es el volumen del gesto, sino la calidad del diseño y, sobre todo, los resultados.
En los Estados Unidos, durante el primer tramo del gobierno de Trump se intentó avanzar en una desregulación profunda mediante una estructura mínima y comunicaciones directas entre figuras como Elon Musk, Vivek Ramaswamy y los secretarios de Estado. La lógica era simple: enviar instrucciones por correo electrónico desde un núcleo reducido y ágil, sin intermediación burocrática. Pero esa dinámica no funcionó. No por falta de diagnóstico o voluntad, sino porque en ausencia de una cultura compartida dentro del propio equipo de gobierno, la ejecución se volvió inconsistente, fragmentada y, en muchos casos, estéril. Ramaswamy, es el autor del libro Truths, en donde hilvana los problemas del “deep state” o de la burocracia como un cuarto poder no democrática, que sin embargo no tenía experiencia en el sector público previa, es sin duda una persona brillante, y probablemente saque sus propias conclusiones de esta primera experiencia en modo beta.
En la Argentina, el proceso tuvo otra lógica. Federico Sturzenegger, ministro de Desregulación del gobierno de Javier Milei, trabajó durante 4 años hasta el 2023, desde la oficina de su casa clasificando las 4200 leyes del país en tres categorías: eliminar, modificar o conservar. A diferencia de muchas experiencias internacionales, aquí sí hubo conocimiento técnico, experiencia concreta en el funcionamiento del Estado y, sobre todo, una metodología sostenida.
Su ministerio en un año procesó más de 12.000 reclamos ciudadanos para orientar las reformas. En el primer año se implementaron 672 reformas regulatorias —un promedio de 1,84 por día—, se eliminaron trámites redundantes en organismos como la Anmat, se redujo en 47.000 la cantidad de empleados públicos, se habilitó el ingreso de nuevos actores como Starlink o aerolíneas extranjeras, y se desreguló el acceso a los Parques Nacionales para ampliar el turismo. No son gestos: son resultados.
Sobre hombros de gigantes
Vale decir que esta no es una idea completamente nueva. Corea del Sur, tras la crisis del ’98, aplicó una guillotina regulatoria que obligó a cada ministerio a eliminar la mitad de sus normas. Australia tuvo su propio Departamento de Finanzas y Desregulación. El Reino Unido, con la Regulatory Reform Act, otorgó a sus ministros capacidad de eliminar trabas normativas con control parlamentario.
Incluso en la Argentina hay antecedentes. Durante el gobierno de Mauricio Macri se creó la Secretaría de Simplificación Productiva, un intento embrionario pero que anticipaba una preocupación estructural. La experiencia actual retomó esa línea pero con mayor profundidad, escala y, crucialmente, con sistemas de medición y retroalimentación ciudadana.
Rediseñar, no solo destruir
Quizás, al final, el verdadero desafío no sea decidir cuánto Estado queremos, sino cuánta capacidad real tenemos para transformarlo en algo útil. Rediseñar, no solo destruir. Porque un Estado útil no es el que se justifica a sí mismo, sino el que libera a la sociedad para desplegar su potencial.
Pero tampoco es el que simplemente se reduce. Un Estado eficaz debe saber cuándo intervenir y cuándo retirarse, cuándo regular y cuándo liberar. No alcanza con recortar ni con sostener: hay que rediseñar. Y eso exige algo más que buenas intenciones o sensibilidad institucional. Exige conocimiento, coraje, capacidad de diálogo social, y un propósito claro: corregir lo que se desvió para que lo público vuelva a estar al servicio de lo común. En esa tarea, la motosierra puede ser una herramienta valiosa. Pero su eficacia no depende del ruido que haga, sino de algo mucho más difícil: saber exactamente qué árbol talar.
Diputado nacional por la provincia de Buenos Aires (Pro)