“La primera orden fue hundir el buque”. La epopeya de los buzos tácticos que abordaron el Irízar en llamas y lo salvaron del naufragio
Los buzos tácticos no llevan medallas en el pecho. Su épica se escribe en silencio, en situaciones de alto peligro, en noches interminables donde la vida pende de un cabo. Fernando Rossi lo sabe ...
Los buzos tácticos no llevan medallas en el pecho. Su épica se escribe en silencio, en situaciones de alto peligro, en noches interminables donde la vida pende de un cabo. Fernando Rossi lo sabe bien: fue jefe del Cuerpo de Buzos Tácticos de la Armada Argentina y, en abril de 2007, condujo a 40 hombres en la operación que salvó al rompehielos Almirante Irízar del naufragio definitivo.
Aquella noche del 10 de abril, mientras el país se enteraba por televisión del incendio que devoraba al buque insignia antártico, Rossi recibía una llamada en su casa de Mar del Plata. “Media hora y vuelvo”, le dijo a su familia. Regresaría diez días después, exhausto, con ropa prestada y la certeza de haber enfrentado la misión más riesgosa de su carrera.
El Irízar, orgullo de la flota nacional, había quedado a la deriva a 100 millas de la costa, con 230 tripulantes evacuados y el fuego avanzando sobre la cubierta de vuelo. En esas condiciones, los buzos tácticos fueron los primeros en subir a bordo: sin luz, sin respiro y con el mar embravecido. Entre explosiones y bidones hinchados por el calor, combatieron las llamas durante jornadas enteras, sin dormir, hasta estabilizar al gigante anaranjado y traerlo de regreso a Puerto Belgrano.
Pese a la magnitud del operativo, su gesta quedó casi escondida entre sumarios judiciales y partes oficiales. Apenas un par de renglones reconocieron la labor de los buzos tácticos durante aquella interminable semana y media. “Lo más importante fue saber que estábamos preparados para lo que nos entrenamos toda la vida”, dice hoy Rossi, con la serenidad de quien enfrentó de cerca la muerte y supo dar un paso adelante.
A 18 años del incendio, su voz recupera la memoria de una historia poco contada: la de los hombres que, con trajes de neoprene y coraje puro, impidieron que el Irízar se hundiera para siempre.
-Fernando, ¿cómo fue el primer aviso que recibió sobre el incendio del Almirante Irízar?
-En 2007, el 10 de abril a las 20.30, recibí un llamado telefónico en mi casa avisándome que había un problema con el Irízar, algo raro. Pensé que podía ser un ejercicio, porque como buzos tácticos solíamos tener entrenamientos a diferentes horas. Avisé en mi casa que volvía en media hora o cuarenta minutos y me fui a la base. Al llegar, ya noté un movimiento inusual para esa hora de la noche. Fui directo a la central de operaciones y ahí me confirmaron que el Irízar se estaba incendiando. Había mucha incertidumbre, informaciones cruzadas, algunas oficiales y otras que llegaban por distintos canales. Me puse en contacto con el capitán de la corbeta Granville, el capitán Arbizu, que también era buzo táctico, y le dije: “Preparo un grupo y salimos con la corbeta”. Me ordenaron hacerlo. Empezamos a organizarnos dentro del edificio y se fueron sumando suboficiales con experiencia, muchos de los que habían trabajado toda la vida conmigo. Formamos un grupo inicial de 12 hombres para embarcar en la Granville y zarpar a medianoche rumbo al Irízar.
-¿Qué órdenes recibieron en ese momento?
-Las primeras órdenes eran hundir el buque, porque estaba dado por perdido. Incluso nos dijeron que había gente fallecida, así que debíamos llevar bolsas para cadáveres. Eran informaciones muy duras de asimilar, mientras cargábamos los botes con lo que íbamos a necesitar. Poco antes de medianoche, confirmaron que no había víctimas fatales: el buque había sido abandonado, salvo por el comandante. Eso cambió todo. A la una de la mañana del 11 de abril zarpamos los 12 buzos tácticos en la Granville, y otros tres salieron más tarde en el aviso Suboficial Castillo, que llevaría combustible, explosivos y otros insumos. En total éramos 15. Navegamos en condiciones meteorológicas muy difíciles y, el 12 de abril a las tres de la madrugada, ya estábamos en la zona de operaciones. Fuimos de los primeros en llegar, junto al destructor Almirante Brown, la Granville, la corbeta Rosales y el Castillo. A esa hora explotó toda la cubierta de vuelo del Irízar: estábamos a una milla, vimos la bola de fuego y sentimos el impacto. El comandante seguía adentro. Recibimos la orden de desembarcarlo. Yo lo conocía de otros ejercicios, así que tenía confianza en que iba a colaborar. Alistamos los botes en condiciones extremas: 30 a 35 nudos de viento y olas de 4 a 5 metros, cuando nuestro límite operativo en ejercicios es de 20 nudos y 2 metros. La Granville nos acercó a unos 500 o 600 metros, pero el trayecto fue durísimo, con la popa del rompehielos envuelta en llamas.
-¿Cómo fue el contacto con el comandante del Irízar?
-Tomé contacto con él, le dije quién era y lo tranquilicé: “Lo desembarco, no se preocupe, vamos al Brown (por el destructor Almirante Brown) y después volvemos”. Lo trasladamos en un bote al destructor, mientras el otro grupo subía por la popa entre humo y fuego para evaluar la situación. Cerca del mediodía del 12 ya estábamos dentro del buque, prácticamente solos, en medio de explosiones que se sucedían en distintos sectores. Eso era lo más peligroso, porque no sabíamos por dónde empezar a atacar el incendio. Pedimos refuerzos: cada buque tiene un grupo de auxilio exterior, especializado en incendios y control de averías. Nos enviaron unos veinte hombres. Con ellos, más nuestras bombas de achique e incendio, empezamos a organizar un plan de combate contra el fuego.
-¿Qué recursos técnicos tenían para enfrentar el incendio?
-Nosotros habíamos embarcado con ropa de neoprene y en el bolso llevábamos la ropa de combate y borceguíes. Los bomberos venían con sus equipos completos (pantalones, botas y chaquetas pesadas), y para subirlos desde los botes, los enganchábamos con un cabo y un mosquetón en la espalda, izándolos a fuerza por las escalas que subían y bajaban sin parar. Disponíamos de seis o siete bombas de achique e incendio: con mangueras al mar sacábamos agua y la impulsábamos a presión para combatir las llamas. El Irízar es un buque enorme, el más grande que tiene la Armada, con gran altura y muchas bodegas. Todo lo hacíamos sin luz eléctrica, apenas con linternas, sin saber qué ocurría en el cuarto o la bodega de al lado. Había procedimientos, claro, pero no sabíamos si en cualquier momento todo podía volar por los aires.
-¿Cómo organizaron el trabajo en los primeros días?
-La primera noche establecimos un sistema de guardias. Al principio todos quieren ayudar, pero después llega el cansancio... además, entendimos que esto iba para largo. Fueron diez días en total. Por las noches enfriábamos las paredes de las bodegas con mangueras para que el fuego no se propagara al sector contiguo. Al amanecer volvíamos a atacar las llamas, bajando de cubierta en cubierta hasta lo más profundo del buque. El problema era el agua acumulada: cuando subimos, el buque tenía 4 grados de escora; después, por lo que tiramos, llegó a 13 grados, un ángulo muy peligroso aunque estaba fondeado. Al cuarto día empezamos a drenar el agua con explosivos: abrimos agujeros en los costados y después, con bombas, logramos volver a una escora controlable de 4 o 5 grados. Fue un trabajo muy riesgoso, con buzos tácticos y de salvamento entrando a bodegas inundadas, con humo y sin luz, arriesgando la vida.
-¿Cuándo pudieron estabilizar la operación y pensar en el bienestar de la tripulación de rescate?
-A partir del tercer día organizamos mejor todo. Nuestra gente está acostumbrada a entrenar en condiciones extremas. Montamos una cocina de campaña y preparamos comida caliente para todos. Parece un detalle menor, pero después de tanto esfuerzo, era fundamental. Para entonces ya tenía a 40 hombres a mi cargo, de distintos buques, porque como era el más antiguo terminé a cargo de todos. Repartimos tareas y pudimos establecer un sistema de trabajo más ordenado.
-¿Cuánto tiempo lograron trabajar sin dormir durante la operación?
-Salimos el 10 de abril y volvimos el 20 de abril a Puerto Belgrano. En esos diez días, los primeros descansos fueron en el puente del rompehielos. Más que dormir, apenas nos tirábamos un rato: uno está pasado de rosca y cuesta conciliar el sueño. Desde el 12 hasta el 20 vivimos al lado de una bola de fuego. La orden que yo había dado a mi gente era que, si la situación se complicaba, nos poníamos el traje de neoprene y nos tirábamos al agua. En pleno temporal, con patas de rana, algún buque nos iba a rescatar. Esa era la alternativa si el fuego se nos venía encima.
-¿Realmente sentían la posibilidad de una explosión inminente?
-Sí, todo el tiempo. Había un pasillo que conectaba la popa con la mitad del buque, lleno de tambores de 200 litros hinchados por el calor. Mi temor era que explotara uno. Teníamos que pasar por ahí igual. En un momento uno de mis oficiales colgó una escala de madera por fuera del casco y empezamos a movernos por la borda para llegar a la cubierta de vuelo. Esa cubierta de acero estaba pandeada por el calor. En el hangar había dos helicópteros que no pudieron ser evacuados: quedaron reducidos a cenizas. Solo quedó el rotor, lo demás, de aluminio, se fundió sobre el piso. El calor era insoportable. Los primeros tres días fueron pura incertidumbre: no sabíamos si íbamos a poder doblarle la mano al fuego. Durante el día lográbamos avanzar, pero de noche se nos volvía encima. Recién hacia el quinto día, el 15 de abril, empezamos a controlarlo.
-¿Cómo fue la maniobra para liberar al Irízar y preparar el remolque?
-El buque estaba fondeado a 90 metros de profundidad, una cifra enorme para un ancla de emergencia. Estaba a 100 millas de la costa y no llegaban los helicópteros: solo los buques podían asistir. La decisión fue cortar el ancla. Primero lo intentamos con explosivos, pero no resultó. Después, con un equipo de acetileno que nos pasaron desde otro buque, logramos hacerlo. Nos pasaron el remolque, que era pesadísimo, con cadena incluida. Tuvimos que engancharlo manualmente. El 16 o 17 de abril empezó el remolque hacia Puerto Belgrano, a dos o tres nudos de velocidad. Mientras nos llevaban, seguíamos trabajando las 24 horas: un grupo estaba de guardia en el remolque y otro continuaba apagando focos de incendio.
-¿Qué tipo de comunicaciones tenían durante la misión?
-Solo equipos portátiles HT. No había señal de celular y, como no teníamos energía, los otros buques nos pasaban HT cargados. Esa era toda nuestra comunicación. No sabíamos qué estaba pasando afuera, recién al llegar a la ría de Puerto Belgrano el día 20 empezamos a tener señal en los teléfonos. Ahí nos enteramos de la trascendencia nacional que había tenido el rescate: nos esperaban multitudes, canales de televisión, autoridades. Nosotros no lo podíamos creer. Habíamos salido de noche, el 10, y regresábamos diez días después, exhaustos pero con la certeza de haber cumplido.
-¿Su equipo sufrió heridas o intoxicaciones durante los diez días?
-Nadie. Y eso que no teníamos equipos de respiración autónomos, que eran exclusivos para los grupos de lucha contra incendios. Nosotros solo usábamos pañuelos o barbijos. Creo que lo que nos salvó fue estar siempre muy atentos. Venimos de trabajar con explosivos, paracaídas, buceo: aprendés a ser meticuloso y cuidadoso. Esos recaudos los aplicamos en el buque y eso marcó la diferencia.
-¿Hubo frases, gestos o anécdotas de sus hombres que aún recuerde con nitidez?
-Sí. Desde el primer día, cuando estábamos en Mar del Plata armando el grupo, apareció el suboficial principal Lazo. Teóricamente ya no era operativo, estaba en funciones de conducción, pero vino con el bolso en la mano. Nos conocemos de toda la vida. Le dije: “Negro, ¿qué hacés?”. Me respondió: “Mirá si me la voy a perder”. Y se subió. Toloza también llegó y me dijo: “Jefe, aguante el buque”, y me tiró el bolso desde el muelle para embarcarse. Otro caso fue el del suboficial Cachagüe, que al año siguiente falleció en un accidente de paracaídas. Cuando lo llamamos, estaba sin dinero y vivía lejos. Fue en bicicleta hasta una comisaría, pidió que lo trasladaran y terminó llegando en patrullero para embarcarse. Después vino otro que no estaba designado, me estaba explicando cómo prender un generador y me pidió: “Jefe, lléveme”. Le respondí: “Bueno, venite”. Así se fue armando ese grupo inicial de doce.
-¿Cómo se integró la tripulación de los buques al operativo?
-Cuando estábamos en la corbeta Granville pedí suboficiales que conocieran el rompehielos, porque nosotros no lo conocíamos bien. Dos o tres dijeron que sí, pero después reconocieron que no lo conocían, solo querían dar una mano. Esa actitud fue increíble.
-¿Cuál fue uno de los momentos más peligrosos que vivieron?
-El desembarco desde la Granville al rompehielos en los primeros momentos. Había olas de cuatro o cinco metros y mucho viento. Cuando saltamos a los botes, la corbeta se escoraba y golpeaba casi contra la hélice, así que teníamos que salir rápido. Todo esto para subir a un buque en llamas. Al segundo o tercer día descubrimos que en una lancha habían guardado explosivos: la Santa Bárbara se había abierto y todo estaba ahí. No sabíamos en qué estado estaban. Tiramos varios al mar, conservamos algunos que después usamos. Fue un momento de muchísima tensión. También estaba el riesgo de que alguien quedara atrapado abajo. Con apenas linternas, mandábamos dos hombres atados con un cabo, y desde arriba los guiábamos por señales. Siempre había uno listo para rescatarlos si pasaba algo. Y muchas veces apagábamos un incendio adelante y, por las temperaturas, se reavivaba atrás. Ese era otro de los grandes temores: quedar encerrados entre dos fuegos.
-¿Qué sonidos dominaban el ambiente dentro del Irízar?
-El viento, sobre todo. Los primeros días era ensordecedor. Después se sumaba el crepitar del fuego. Cuando explotó la cubierta de vuelo escuchamos un bombazo impresionante. En general era el sonido del fuego ardiendo fuerte, nada cálido: fuego vivo y el viento entrando por todos lados.
-¿Qué sentía al ingresar en espacios cerrados sabiendo que podía quedar atrapado?
-Miedo, claro. Tuve dos momentos muy claros. El primero, en la oficina, cuando recibí la orden inicial: íbamos a un buque donde nos decían que había muertos (luego se confirmó que no), explosiones e incendio. Como comandante, podía haberme quedado y dirigir desde tierra, pero pensé: si yo no puedo hacerlo, no puedo ordenarlo. Llené el bolso y me embarqué. El segundo fue ya a bordo: ver las lenguas de fuego pasando por el techo, como en una película. La técnica te dice que vayas agachado, pero impresiona igual. Lo superamos porque estábamos muy enfocados. Después, de noche, nos distendíamos y nos alentaba el capitán Arbizu por radio. Eso nos ayudaba mucho. Al cuarto día noté cansancio y roces entre la gente: éramos casi 40 de distintos grupos. Los reuní en el puente y les dije: “Entramos juntos, espalda con espalda, y salimos juntos. Nadie duerme aparte, comemos todos juntos, y lo único que tenemos que hacer es combatir el incendio”. Ese fue un momento clave: volver a unirlos y enfocarlos en el objetivo.
-¿Qué lugar ocupa el rescate del Irízar en su carrera y en la de los buzos tácticos? ¿Fue diferente a cualquier entrenamiento extremo que habían tenido?
-Sí, absolutamente. Lo más importante fue comprobar que uno estaba preparado para lo que se entrenó toda la vida. Enfrentar el miedo más profundo de cualquier ser humano, que es la muerte, y dar un paso adelante igual. Para mí, eso fue lo central.
-¿Cómo impactó en su familia?
-Muchísimo. Como pasa en estas profesiones, uno vuelve preocupado y no cuenta nada en casa. Con el tiempo me di cuenta de lo duro que fue para mis hijos y para mi esposa. Para graficar: le dije a mi mujer “en media hora vuelvo” y regresé diez días después. Esa noche la llamé a las doce y le dije: “Me voy, no sé cuándo vuelvo”. Ella ya había prendido la tele y entendía lo que estaba pasando. Cuando regresé, habían pasado cosas de la vida cotidiana que me había perdido. Mi hija había crecido de golpe, y Mostaza Merlo ya no estaba como técnico de Racing. Es así: vos te vas y la vida sigue.