Lecturas. Historias de asfalto, barrios e infancia: el colectivo
Cuando pibe, mi mayor orgullo era ganarme la confianza del colectivero y lograr que me permitiera viajar en el pozo formado por los escalones de la puerta delantera izquierda, recoveco que ya no ex...
Cuando pibe, mi mayor orgullo era ganarme la confianza del colectivero y lograr que me permitiera viajar en el pozo formado por los escalones de la puerta delantera izquierda, recoveco que ya no existe. Eso implicaba un orgullo y derivaba en un respeto que los compañeros de colegio no tardaban en tributar. Era como ponerse los pantalones largos sin humillarse, sin esperar a que los pelos de las piernas lo avergonzaran a uno.
Llegar a la esquina y ver pasar al 7 de la 68 era uno de los consuelos que los dioses barriales tenían para nosotros
Llegar a la esquina y ver pasar al 7 de la 68 era uno de los consuelos que los dioses barriales tenían para nosotros. Era un Chevrolet ‘46 con carrocería “La Unión”. En el medio del gran espejo de marco nacarado que había del lado de adentro, sobre el parabrisas, una figura grabada o esmerilada en el reverso remedaba el escudo nacional: el óvalo de laureles era un óvalo de eslabones; la cadena circundaba una alegoría encabezada por la leyenda “Carrocerías La Unión SRL”; en primer plano, dos manos se estrechaban; detrás, un martillo, un destornillador y otra herramienta fina y larga, dispuestas en abanico, estaban unidas por un moño hecho con una cinta argentina cuyas puntas caías a ambos lados, con la generosidad tradicional de nuestras fértiles pampas. Debajo, un yunque no muy feliz en su diseño rubricaba el cuadro alusivo y lo separaba de la leyenda comercial ubicada en el polo opuesto de la primera.
Cito de memoria: “Pasaje Rumania 2727. TE. 50–7774”. Por comodidad le decimos “mi época” a ese ayer nomás que se va escapando del corral de los recuerdos orales para ganar el monte del olvido. O, en el mejor de los casos, para refugiarse en algún libro que excepcionalmente alguien le dedicará a las costumbres modestas que parecen no influir en la historia grande: salir en piyama a la vereda, sentarse al revés en la silla de paja y tomar mate mientras se enhebran dichos pavos y opiniones sobre cualquier cosa comprada en almacenes con despacho de bebidas.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial vinieron los refugiados y se sumaron al trabajo. Los primeros en desembarcar pudieron ver, cubriendo la avenida 9 de Julio, la imponente concentración de colectivos y ómnibus de la Corporación recuperados para el servicio gracias a la llegada de repuestos y neumáticos. La nafta volvía a correr por las mangueras de los surtidores, superado el racionamiento, y colectivos particulares (es decir, los que habían conseguido salvarse de las expropiaciones legales implantadas para crear esa Corporación) ostentaban el orgullo de sus dueños, que habían ganado sobre la hora la guerra urbana que se había desatado con la promulgación de la Ley Nº12.311, que creaba la Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires —CTCBA— y establecía la expropiación de los colectivos. Huelgas, persecuciones, allanamientos, fugas. Hubo de todo, y siempre con los colectivos y sus dueños como protagonistas.
Las unidades que caían en manos de la Corporación perdían adornos, filetes y toda nota que las distinguiera del montón. En pocas palabras, perdían su personalidad. Los coches que se salvaban, en cambio, eran objeto de toda clase de mimos por parte de sus propietarios. Y se buscaba acentuar el contraste con las “albóndigas” de la CTCBA. Lo ideal habría sido dotarlos de mayor confort, pero no existían ni el aire acondicionado ni la suspensión neumática. El mero hecho de que funcionaran en medio de las privaciones impuestas por la guerra ya los convertía en diferenciales. Sin embargo, los particulares, como los llamaba todo el mundo, convirtieron su independencia en blasón, y demostraron su orgullo a través del filete y el ornamento. Además, hicieron lo imposible para que los vehículos no dejaran al público en la calle. El pago a la solidaridad de los usuarios frente al atropello de las expropiaciones (habían hecho asambleas vecinales en cines y sociedades de fomento) llegó a reflejarse en una voluntaria rebaja del boleto. En fin, otros tiempos...
Con los repuestos también llegaron los chasis nuevos. Como consecuencia inmediata, se abrieron nuevas fábricas de carrocerías. Y cada unidad que se ponía en servicio debía hacerlo con toda la ornamentación que, tácita o explícitamente, exigía la empresa, cuya comisión directiva estaba formada por los componentes. Porque —hoy se hace imprescindible recordarlo— las líneas eran administradas por los componentes. Y para ser componente había que tener al menos parte de un coche. Eran ajenos a la empresa los choferes o peones. La responsabilidad por el aspecto de los coches era de sus dueños. Y se ponían de acuerdo para hacer de la línea algo digno.
Por supuesto, había quienes no adherían a este afán ornamental y eran considerados patasucias. Esa dejadez solía quedar compensada por la actitud de los peones que retribuían la confianza de sus patrones (que, por ejemplo, los dejaban salir con la familia en el coche cuando a éste le tocaba descanso) costeando de su propio bolsillo algún farolito, alguna cinta. La bonanza que se vivía en el país, el aporte del espíritu estético de los italianos refugiados, la prolongación de los recorridos para servir a nuevos barrios de viviendas populares... Todo eso contribuyó al auge del colectivo. Era un negocio rentable, y en torno de él crecieron industrias afines. Todo convidaba a celebrar y la ornamentación colectivera fue como un brindis.
Puro chicheCuando estaba en la secundaria hice, en perspectiva, un dibujo del cual estaba muy orgulloso. Era un colectivo inspirado en aquel (para mí) memorable 7 de la 68, al que ya aludí. Usando más la goma que el lápiz, me adentré en ese ámbito de líneas de fuga con la intrepidez de un explorador que busca las fuentes del Nilo. Y a ese conjunto de trazos remendados lo transformé en soporte de todo lo que simbolizaba el colectivo. Le hice filetes, muchos filetes. Y una antena larga y finita con cintas que ondulaban en la punta. Y dos buscahuellas (uno de cada lado, cromados). Y rompenieblas amarillos con viseritas cromadas a cada costado de la parrilla.
Tenía unas guías luminosas que se balanceaban sostenidas por un resorte en el extremo inferior, sujetas al borde del guardabarros delantero. Además, tenía una gran defensa cromada (no tan grande como las de los años 60, que finalmente fueron prohibidas). Tenía, por supuesto, la gran visera sobre el parabrisas. Para proteger al chofer del sol y también para proteger el revestimiento nacarado o el lustre del tablero. Pero sobre todo para compadrear.
Supuestamente estaba pintado en los Talleres Pantaleón, de la avenida Forest 399, cuyo fileteador era el célebre Caruso, propietario de una Siambretta toda fileteada, según se comentaba. No alcancé a conocerlo ni a él ni a su motoneta fetiche, pero tengo acá grabados sus filetes. Filetes, entonces, de Caruso en el Chivo 46. Y baberos pintados de celeste y blanco. Las dos patentes traseras, una de Capital y otra de provincia (porque la 68 circulaba por ambas jurisdicciones) iban alojadas en un nicho, cada una iluminada por un farolito que llevaba incorporada la luz roja. En cuanto a las chapas delanteras, estaban sujetas por un marco de hierro cromado.
Sigamos. Una cinta argentina formaba una “V” en el frente, cruzando el capot. El vértice estaba anudado al ornamento principal, el que iba en el centro del capot, bien adelante. Que podía ser un pájaro de imponentes alas, una mujer alada o un primitivo cohete, en la ingenua visión del futuro de la época. Y los extremos de la gran cinta iban atados en cada uno de los soportes que había a ambos lados de la visera. En los extremos de las guías luminosas que oscilaban en los guardabarros solía haber un manojo de cintas de distintos colores. Los dientes de la parrilla iban cromados, y el canto de cada uno solía pintarse con esmalte rojo. A eso hay que agregarle dos farolitos colorados ubicados detrás de la parrilla, ocultos.
Era un tiempo de transición, y la mayoría de los colectivos no usaban esas tazas ranuradas que cubrían toda la llanta, y que se conocieron cuando llegaron unos ómnibus MAN que las traían. Las llantas fueron siempre dominio exclusivo del filete, pero ciertos botes de posguerra popularizaron las tazas con escudo nobiliario. Hubo una versión colectivera de ellas, que tapaba solamente las tuercas del centro de la rueda. Iban cromadas, con el escudo dorado. A veces no bastaba con pintar las cubiertas de blanco. (Todavía no existían los bandalines).
Los autos podían llevar cubiertas con banda blanca incorporada, es decir, cubiertas bicolores. Pero los colectiveros tenían que tomarse el trabajo de pintarlas y para eso había una pintura especial, fabricada con caucho. Pero, como decía, a veces no bastaba, porque algunos pintaban con otro color (dorado, por ejemplo) las inscripciones que la cubierta traía en relieve, como la marca y la medida. Como todavía se viajaba mal, era frecuente que los colectivos circularan con pasajeros colgados del estribo. A veces sólo quedaba lugar para poner un pie, el izquierdo. ¿Dónde afirmar el derecho? En el lomo del guardabarros delantero, por cierto. Y no se trataba de un acto de vandalismo, como la actitud de poner los pies sobre el asiento enfrentado, algo que suele verse hoy en los trenes. Era una cuestión de vida o muerte. (Livio Capellari, fundador de “Carrocerías El Cóndor”, lo tenía muy en cuenta: decía que, de todos los pasamanos de un colectivo, el que debía estar mejor atornillado era el de entrada, ubicado en el marco de la puerta, porque de él dependía la vida del pasajero).
A algún fabricante de accesorios se le ocurrió diseñar y hacer fundir una pieza de aluminio pulido de forma triangular y con estrías antideslizantes. Un orificio en cada vértice del triángulo permitía atornillarla al guardabarros en una ubicación tal que pudiera ser usada para apoyar ese pie derecho que hemos aguantado en el aire desde el principio de esta descripción. Y para terminar con esto de las pisaderas suplementarias, no olvidemos el pequeño estribo ubicado a media altura, atornillado mitad en el guardabarros delantero y mitad en la carrocería. Cumplía el mismo fin: ofrecerle al pasajero colgado un punto de apoyo para el pie libre.
En materia de baguetas, los ornamentadores las copiaban de los autos. En los comienzos de los años 40 aparecieron a lo largo de los guardabarros de los coches, sobre el lomo. Los colectiveros los copiaron y los pusieron en los Chevrolet ‘46 y en los Sapos, y también en los Ford del 46 y 47. O en los menos frecuentes Studebaker, Dodge y Fargo. Otro ornamento fue contagiado del auto al colectivo. Era una pieza de bronce cromado, alargada, de unos cincuenta centímetros de longitud por dos de grosor, con estrías transversales y un “ojo de gato” en el extremo que apuntaba hacia delante y ciega en la punta opuesta. Había sido pensada para el lomo del guardabarros delantero del auto Chevrolet ‘51. Que, como se recordará, vino en bandada durante el primer gobierno peronista para renovar la flota de taxis. Lo mismo pasó después con el Mercedes Benz 170, cuya característica estrella causó furor. Aunque no tanto como el que padecieron los dueños de colectivos Bedford 1950, que fueron modificados en masa sacándoles toda la trompa afuera (eran medio ñatos) y disfrazándolos de Mercedes. Esto, que hoy bien puede calificarse como una tilinguería, formaba parte de los cánones de elegancia en aquel entonces.
Gardel y Mick JaggerEran tiempos en que taxistas y colectiveros no constituían, como ahora, versiones actualizadas de Montescos y Capuletos. Frecuentemente un peón de taxi pasaba una temporada al volante de un colectivo y viceversa. Alguna costumbre llegó al colectivo de la mano de los tacheros. Por ejemplo, manejar de coté, es decir, apoyando el costado derecho de la espalda en el asiento y el izquierdo en el canto de la puerta del mismo lado, que casi siempre se llevaba abierta, lo mismo que la de la derecha. Tenemos, entonces, una actitud, una postura que revelaba al compadrito. Es decir, a la segunda generación de colectiveros. Porque a aquellos gallegos y portugueses que se lanzaron a hacer colectivo con sus taxis, impulsados por una de las tantas crisis, no se les habría ocurrido gastar un solo peso en adornar sus unidades. Sus hijos, en cambio, necesitaban acondicionar el colectivo para sentirse cómodos. Y como no sabían que algún día existiría un Charly García, eran tangueros. Ellos impusieron el ícono máximo de la ornamentación colectivera: la foto de Gardel. Que permanecería durante años presidiendo el altar rodante y pagano desde su mejor ubicación, sobre la puerta izquierda. Como el amigote del pozo, que no siempre estaba, o como el ángel guardián. Y uno de los símbolos más populares de los 60 y 70 fue Mick Jagger. O, mejor dicho, la lengua y los labios que identifican a los Rolling Stones. El Mudo enmudeció ante El Bocón. A esta altura ya hemos subido al colectivo. Ubicados en el segundo asiento, para tomar distancia, como quien aprecia un cuadro, podemos ver algunos detalles. Lo primero que llama la atención es el gran espejo ubicado arriba y adelante, entre el borde superior del parabrisas y el techo. Le permite al conductor algo más que observar el tránsito. En realidad, se controla la calle por los retrovisores que generalmente están afuera, como orejas alertas, fijos a la parte delantera del marco de ambas puertas. Este espejo interior, en cambio, fue adoptado para controlar mejor: era necesario memorizar dónde había subido cada pasajero para poder cobrarle lo justo cuando bajara. Porque en sus comienzos no se pagaba boleto. Era lógico que el colectivo conservara una modalidad de su padre, el taxi, donde se cobraba al bajar. El boleto se hizo imprescindible para controlar a los choferes, cuando las ganancias permitieron la formación de las primeras tropas. Porque el dinero da poder pero no ubicuidad y un solo hombre no podía manejar más de un colectivo al mismo tiempo. Pero volvamos al tema específico del espejo. Solía tener un marco de madera lustrada que en los primeros tiempos estuvo a la vista, y luego quedó oculta con la moda del nacarado. El borde externo llevaba un festón cuyas ondulaciones variaban según la marca de la carrocería. Cada carrocera buscaba distinguirse de las demás. Hoy, cuando se encuentra una unidad antigua carente de leyendas que posibiliten la identificación, es posible reconocer la carrocería y diferenciarla de otra por ciertos detalles que contribuyen a la ornamentación. Una es la forma en general; otra, las molduras que integran la franja central que bordea toda la carrocería; una tercera, el espejo... si todavía existe. Aunque también hubo carroceros, como Fortunato Francone (“Carrocero de lujo”, pregonaba), que no usaban marco de madera. Directamente el borde del espejo era ondeado. Este espejo era ámbito de diversos adornos. El más notorio era una cinta, generalmente celeste y blanca, que evocaba a la que se usaba por afuera en el frente, en forma de “V”. La cinta interior colgaba a los costados, sujeta con chinches, y anudada en el medio a la mariposa o el tornillo que sujetaba el espejo (que era rebatible) en su lugar.
Un ornamento que fue sinónimo de lujo era el florerito fino, ahusado, fijado al parante central del parabrisas. Y si se asociaba con el lujo es porque era característico de las limusinas
Nacarado y zapatitoUna característica de los años 40 fue el nacarado que campeaba en todas sus variantes de colores y motivos. Era infaltable en el volante, y en algunas líneas aún lo es. Otro sitio del que no se lo pudo desplazar desde los años 50 es el marco de madera del espejo, a tal punto que sólo abandonó ese sitio cuando desaparecieron esos grandes espejos.
Un detalle: en los últimos tiempos ese nacarado era siempre blanco. En los tiempos de furor se nacaraban las perillas de los mecanismos de abrir y cerrar las puertas, el tablero, los monederos y los pasamanos adyacentes al lugar de manejo, incluyendo los ubicados en el marco de las puertas. Aún hoy se ven volantes nacarados que exhiben tiras cortadas con tijera dentada. El centro del volante, donde tradicionalmente está el botón de la bocina, iba nacarado de un color distinto al del aro y los rayos. Un ornamento que fue sinónimo de lujo era el florerito fino, ahusado, fijado al parante central del parabrisas. Y si se asociaba con el lujo es porque era característico de las limusinas. Precisamente, una de las diferencias que marcan las distintas épocas en materia de ornamentación colectivera radica en que hoy la inspiración se busca en los coches de carrera (en los volantes deportivos, por ejemplo), y antes el modelo eran los coches de lujo. Esto se ve en un objeto que se mantuvo en el tope del ranking durante décadas: un aro cromado que se sujetaba a los rayos del volante con unas abrazaderas. Si se presionaba el aro en cualquier punto de su circunferencia, el centro bajaba y tocaba la bocina. Y esto era una de las novedades que traían los coches llegando los años 40.
El culto a la madre se rendía en muchos detalles, pero el que se convirtió en símbolo de fetiche colectivero fue el que las aludía a través de su producto más frecuente y natural: los bebés. El zapatito (generalmente una “guillermina”), blanco o marrón, se balanceaba ante la vista del conductor y hacía juego con el chupete. Pero vayamos al otro extremo de la vida... La calavera era, lógicamente, de color hueso. Una luz, generalmente roja, se encendía con el pedal de freno. Que también podía iluminar la perilla de la palanca de cambios, que solía ser un dado. (En los años 60 he visto —¡cómo me gustaría conseguir una ahora!— una de esas perillas esféricas, transparentes, con la cara de Julio Sosa). Según la época, la ornamentación interior conectada al sistema eléctrico podía incluir un semáforo (atornillado al parante central del parabrisas), cuyas tres luces podían encenderse en concordancia con el freno, el embrague y el acelerador. Otra posibilidad eran los farolitos chinos, provistos de una pantallita que parodiaba los sombreros tradicionales de los mandarines. Los ponían en el marco del espejo interno, uno a cada lado. En el posperonismo y en la década del 60, cuando los Bedford se perfilaban como la marca capaz de mellar la abrumadora mayoría de Mercedes, se puso de moda un adorno al que llamaban corbata, por ser muy parecido. Era un conjunto de cintas gruesas de distintos colores, encimadas y cortadas “en chanfle” de tal modo que la que iba encima de todas era la más corta y dejaba ver la punta de la que estaba justo debajo. Estaban todas unidas en el extremo que quedaba hacia arriba, y se balanceaban constantemente con la marcha. Y en el caso de los Bedford, con el simple regular de los trepidantes motores diésel.
A modo de Ley SecaAlgún funcionario tuvo la opaca idea de prohibir el filete y esto aparejó la aparición de algunos sustitutos. Primero, la profusión de luces de colores y de las otras. He llegado a contar 87 en las inmediaciones del asiento del conductor. Le siguieron las tazas que cubren toda la llanta. Y con ellas, las guarniciones y ornamentos de acero inoxidable, con imitación de remaches en relieve. Paralelamente fueron cerrando los talleres de cromado, porque los autos empezaron a fabricarse con paragolpes plásticos. Finalmente llegaron los espejos tallados, que en realidad casi siempre existieron, sólo que ahora invadieron incluso los lugares en los cuales ponen en peligro la visibilidad del conductor. Con los Bedford desapareció un adminículo infaltable que primero pasó a los Mercedes convencionales y luego, al extinguirse casi su legítimo dueño, también perdió presencia: la toma de aire con cresta y ranuras original del Kaiser Carabela (nombre local del Kaiser Manhattan). El crecimiento de los colectivos los llevó de los 6–9 pasajeros de los autos iniciales de los años 28 y 29 a los 11 de la preguerra. Tras un fugaz paso por los 13–14 asientos, en la posguerra saltó a los 16. Con la irrupción de los gasoleros y, sobre todo, con la eclosión postPerón, se fueron a los 19. Se mantuvieron un tiempo en los 20, ya con puerta de descenso trasera, y tuvieron dos picos finales de crecimiento: 21 asientos y 24. Después el colectivo se cortó. Puso el cartelito de “completo” y le dejó el terreno al ómnibus, aquel al que había derrotado en las escaramuzas iniciales.
Ese ómnibus recurrió a las más variadas caracterizaciones para seguir acechando. Fue ómnibus de plataforma con los White, los Hispano Argentina de preguerra y los Brockway, y volvió en el ‘47 con los Mack, los Leyland, los GM de la Corporación. En el 61 los privatizaron y fueron radiados por falta de repuestos, pero todavía se resistieron, esta vez encarnados por las chanchitas y nuevamente los Leyland, que se eclipsaron junto con el último guarda, refugiados en su último reducto, la línea 2. Y entonces, cuando parecía que había ganado por abandono, el colectivo quedó dueño del campo. Envalentonado, ya sin el corsé impuesto por la represiva ordenanza municipal de 1932 que limitaba su longitud a poco más de cinco metros, el colectivo empezó a crecer. Como el sapo obligado a fumar, que se hincha hasta reventar, aumentó de largo, de ancho, de altura, adoptó la expendedora de boletos y perdió la caricia del dueño modesto que lo llevaba a casa y le cubría el motor con una arpillera para que no le costara arrancar a la madrugada. Como un caballo patria, pasó de mano en mano. Y del colectivo sólo nos quedó eso: el nombre. Pero no todo está perdido. Aquí y allá vemos resucitar algunas tradiciones, con el filete a la cabeza. “Habría que sacarle foto a los corazones entrelazados del 42 de la 35”; “¿vieron los moños del 8 de la 89?”. Ojalá a alguien se le ocurra hacer un libro con todo esto alguna vez.