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Lecturas. Joan Didion y un viaje a la intimidad del dolor

29 de diciembre de 1999En relación a no tomar Zoloft, dije que durante unas horas después de tomarlo me hacía sentirme como si hubiera perdido mi principio organizador, como si me hubiera tomado...

Lecturas. Joan Didion y un viaje a la intimidad del dolor

29 de diciembre de 1999En relación a no tomar Zoloft, dije que durante unas horas después de tomarlo me hacía sentirme como si hubiera perdido mi principio organizador, como si me hubiera tomado...

29 de diciembre de 1999

En relación a no tomar Zoloft, dije que durante unas horas después de tomarlo me hacía sentirme como si hubiera perdido mi principio organizador, como si me hubiera tomado un planters’ punch antes de comer en el trópico. Dije que había intentado analizarlo, porque racionalmente sabía que no podía ser cierto, puesto que el vademécum decía que incluso el doble de la dosis no tiene ningún efecto durante varias horas y alcanza el pico después de entre tres y cinco días de dosis continuada. Me di cuenta de que tenía una idea muy calibrada de mi bienestar físico, que me daba mucho miedo perder el control, que mi personalidad giraba en torno a cierto nivel de movilización o ansiedad.

Después dije que había intentado reflexionar sobre la ansiedad que había expresado en nuestra última sesión. Dije que a pesar de que la había expresado en términos laborales (la reunión en Los Ángeles, etcétera) me di cuenta al discutirla contigo de que estaba centrada en Quintana.

«Por supuesto que sí», dijo él. Entonces hablamos sobre mis angustias respecto a Quintana. Básicamente consistían en que se deprimiera hasta el punto de estar en peligro. La premonición catastrofista, la llamada en mitad dela noche, tratar de tomar su temperatura emocional en cada llamada de teléfono. Dije que en algunos casos parecía justificado y que en otros era injusto con ella, porque debía de notar nuestra ansiedad del mismo modo que nosotros notamos la suya. «Sospecho que ella nota muy particularmente su ansiedad», dijo él.

¿Cómo lo hacen la mayoría de los niños?, pregunté.

–Crecen.

¿En qué momento?, pregunté. ¿Cómo?

–Confianza. Llegan a confiar en que sus padres confían en ellos.

Dije que eso parecía. No solo nos lo había dicho a nosotros, sino que también se lo había contado al doctor Kass. Era yo y no tú quien ella quería que fuera a un psiquiatra. Él dijo que daba por hecho que ella detectaba la ansiedad en los dos, pero que algo en ella y mi relación con ella la hacía sentir la mía de forma más aguda, hacía que ella se enganchara a la mía.

–Las personas con determinados patrones neuróticos se enganchan las unas a las otras de un modo que las personas con patrones de comportamiento saludables no lo hacen. Claramente hay una dependencia muy poderosa en ambos sentidos entre usted y ella.

Quería saber cuántos años tenía Quintana cuando llegó, los detalles de la adopción. Hablamos sobre eso en bastante profundidad, y le dije que yo siempre había temido que la perderíamos. Viendo las ballenas. La supuesta serpiente de cascabel en la hiedra de Franklin Avenue. Él dijo que de la misma manera que todos los niños adoptivos tienen un temor profundo de que los volverán a abandonar, todos los padres adoptivos tienen un temor profundo de que les quiten el niño. Si uno no se enfrenta a esos miedos cuando aparecen, los desplaza, se obsesiona con peligros que puede controlar –la serpiente en el jardín– en lugar del peligro que no puede controlar.

–Obviamente, usted no se enfrentó a este miedo en su momento. Lo apartó. Ese es su patrón. Usted avanza, va tirando, controla la situación a través de su trabajo y su capacidad. Pero el miedo está todavía ahí, y cuando descubrió este verano que su hija corría un peligro que usted no podía gestionar o controlar, el miedo atravesó sus defensas.

Dije que era posible que hubiera sido sobreprotectora, pero nunca creí que ella me viera de ese modo. De hecho, una vez me describió, como madre, como «un poco distante». Doctor MacKinnon: «¿No cree que ella percibía su distanciamiento como una defensa? ¿Ella misma no usa el distanciamiento como defensa? ¿No me lo acaba de decir? ¿Que ella nunca mira atrás?».

En ese momento hablamos de Quintana y Stephen, Quintana y Dominique. Me preguntó si me opondría a que él discutiera ciertas cosas que salían en nuestras sesiones con el doctor Kass, puesto que tenía la sensación de que podrían ser útiles en sus sesiones con Quintana. Dije que le animaba a compartir cualquier cosa que creyera que podía ser de ayuda.

No se trata de usted y su madre, ¿no le parece? ¿Acaso no se trata de resolver cómo se relacionan usted y su hija la una con la otra? Todos tenemos en la mente pequeños fragmentos de nuestras madres y nuestros padres, ¿no es posible que haya estado reproduciendo alguno de esos patrones con su hija?

Volviendo a la cuestión de por qué mi ansiedad era más problemática para Quintana que la tuya:

–Hay algo en usted (y es muy anterior al nacimiento de su hija) que la hace pensar que no merece cosas buenas. Estoy seguro de que usted pensó que era muy afortunada cuando le dieron a Quintana, y también estoy seguro de que pensó que no la merecía, que de algún modo se merecía perderla. Es un patrón de pensamiento anormal, y es lo que hace que su muy comprensible ansiedad en esta situación sea más severa que la de, digamos, su marido. Va más allá de lo que es. Se remonta a otra cosa. Usted creció, por la razón que sea, esperando que sucediera lo peor. No espera que sucedan cosas buenas. De algún modo, creció sin el gen de la negación.

5 de enero de 2000

El doctor MacKinnon dijo que no estaba al tanto de que yo conocía a Hillary Califano, esperaba que no me hubiera molestado verla allí. Le dije que no me había molestado, pero que me ha hecho preguntarme qué estaban haciendo allí dos mujeres ya adultas, dos mujeres que vivían en el mundo y tenían sistemas de defensa, para bien o para mal, bastante funcionales.

–La mayor parte del tiempo –dijo él–. Pero a veces pasan cosas en nuestras vidas que toman al asalto incluso las defensas mejor construidas.

Dije que eso me llevaba a algo que él había dicho la semana anterior que me había resultado interesante: que yo había usado antes mi trabajo y mi capacidad como una defensa contra el miedo a perder a Quintana. Dije que se me había ocurrido que mis ansiedades por el trabajo y el dinero –las cuales se volvieron más pronunciadas a medida que el verano daba paso al otoño– eran hasta cierto punto… (me interrumpí).

–Un síntoma –dijo–. Sin lugar a dudas.

–Pero no era un síntoma del todo –dije–. Parte de mi preocupación se basaba en cosas reales.

–Por supuesto. El mundo está cambiando. Diferentes valores se vuelven comercializables.

–Exacto. Pero el mundo siempre ha sido cambiante, y siempre he lidiado con ello. Pero este verano, quizá por primera vez en mi vida, empecé a sentirme incapaz de lidiar con ello. Pensé que era la edad. En parte sin duda lo era. No obstante, esta ansiedad era muy, muy exagerada. En cuanto a lo que tiene que ver con el dinero, tenemos una nueva película, y hay otras po- sibilidades más allá de eso. Y en cuanto a lo que tiene que ver con mi otro trabajo, el único problema de verdad es encontrar el tiempo para hacerlo, pero estaba aterrorizada.

–Esa era la depresión.

–Que vino de la situación con Quintana este verano.

–Exacto.

Dije que habíamos tenido un fin de semana problemático al respecto. Parecía que estaba bien, había venido de visita una buena amiga de fuera de la ciudad que estaba al tanto de su situación, incluso bromeamos, cuando tuve que ira urgencias a causa de una infección en el ojo, sobre que pasábamos todas las fiestas importantes en urgencias, aunque esta vez no era por ella. Entonces recibimos esa llamada el domingo, sobre las 12.30. Le conté cuando fuimos a su apartamento.

–¿Qué dijo ella que había pasado? –preguntó.

Se lo conté. Preguntó si ella tuvo que ir a la policía. Le dije que no. Tú le habías preguntado a Quintana dónde estaba su comisaría y ella dijo que no lo sabía. Dije que los dos habíamos evitado hacerle demasiadas preguntas, porque parecía demasiado alterada para arriesgarnos a lo que podría haber pasado por un interrogatorio.

–No querían que pareciera que la estaban acusando –dijo él. Exactamente, dije yo. No estábamos seguros, pero ambos pensamos que había estado bebiendo.Él preguntó si olimos a alcohol. Dije que no lo creía pero que las ventanas estaban abiertas. Era difícil de saber, ella se repetía pero no arrastraba

las palabras.

–¿Tiene una hipótesis alternativa? –preguntó él.

Dije que si tenía que pensar en una y comprender las contradicciones de la situación, si sería que ella se había separado de sus amigos temprano, había ido a un bar y había conocido a alguien que había terminado golpeándola, ya fuera en el bar o en la calle o en su apartamento.

–¿Dónde estaba la sangre? –preguntó él.

Dije que estaba en el suelo entre los pies de su cama y el baño.

–No en la parte de delante del apartamento, entonces

–dijo él.

Comprendí adónde quería llegar.

Luego dije que una de las cosas que nos preocupaban tanto a ti como a mí de Alcohólicos Anónimos –no Alcohólicos Anónimos como idea, sino Alcohólicos Anónimos en su modo más intransigente– era que este tipo de fracasos histriónicos parecía intrínseco. Es todo o nada. Tienes ganas de beber y recaes, pero no acabas con una resaca y remordimientos como pasaría en la vida real, acabas en la cuneta, o en un bar ligando con alguien que te pega.

–Usted da por hecho que tiene que ver con la bebida–dijo él.

No, dije. No creo que tenga que ver con la bebida. Ahí quiero llegar.

Dije que tú y yo habíamos hablado de esto y queríamos hablar con Quintanas sobre ello. Pero se presentaron una serie de impedimentos. Estaba ocupada, o no quería salir dos noches seguidas, así que en realidad no podíamos verla antes del fin de semana, y entonces no me hubiera sorprendido que hubieran aparecido más impedimentos. Entre tanto, por teléfono, ella parecía bien, un torbellino de eficiencia: hoy mismo he recibido un cheque de reembolso de gastos médicos con todo el papeleo debidamente subrayado, listo para presentarlo. Así que ahora no sabía. ¿Sería provechoso o contraproducente sacar el tema después de tantos días?

–Obviamente, tendrá que tantearlo. Es una cuestión de lo que ella espera que usted haga. Algunos hijos adultos, y creo que se trata de uno de esos casos, tienen la capacidad de poner a sus padres en situaciones virtualmente imposibles. Si los confrontas, su inconsciente les dice que nunca has confiado en ellos, así que para qué molestarse, por qué no hacer lo que quieren y mentir al respecto. Si no los confrontas, el mismo inconsciente les dice que eso prueba que no los quieres, no te preocupas por ellos. Como los niños pequeños. Me ves jugando en la calle y no te importa si me atropella un coche, dicen, pero si corres a la calle tras ellos, dicen que nunca los dejarás crecer. Me pregunto qué idea tiene ella de cómo usted y su padre le expresan su amor: ¿necesita que usted la sobreproteja? ¿Necesita que usted la acuse, quela regañe? ¿Es esa su única idea de ser amada? Los niños a menudo piensan así, pero en un desarrollo normal llega un punto en que lo superan.

»Estoy al tanto de que una de las cosas que el doctor Kass está intentando hacer con Quintana (y una de las razones por las que él quería que viniera a verme) es romper este patrón en que ella la provoca para que reaccione de un modo determinado y usted lo hace.

»Así que pienso que usted podría hablar con ella de manera indirecta. Creo que podría decirle que se pregunta cómo piensa ella que usted expresa su amor por ella. Porque si ella piensa que usted expresa su amor reprendiéndola, o acusándola, o protegiéndola, usted debería hablarlo, y ella debería hablarlo con el doctor Kass. Ese es el patrón que sospechamos que hay y es el patrón que debemos romper.

¿Cómo lo hacen la mayoría de los niños?, pregunté.

–Crecen.

¿En qué momento?, pregunté. ¿Cómo?

–Confianza. Llegan a confiar en que sus padres confían en ellos.

12 de enero de 2000

Dije que al final de la sesión de la semana anterior él había dicho algo sobre la confianza o la falta de confianza entre madres e hijas –que sentir la confianza era la clave para la separación, para crecer– que yo había descartado como irrelevante, como no significativo para mí.

Dije que a pesar de ello se me había quedado en la cabeza, y más tarde esa noche o al día siguiente me había acordado de una nota que había tomado cuando estaba preparando las notas para mi última novela. La había escrito un tiempo después de que mi padre muriera –la muerte de mi padre era parte de la motivación de esa novela en particular–, pero no trataba sobre mi padre sino sobre mi madre. La busqué, y era interesante porque parecía apuntar a alguna clase de desconfianza o malentendido entre mi madre y yo.

Le enseñé la nota. Bueno, sí, dijo él. Ahí lo tiene. Qué extraordinaria perspicacia.

Extraordinaria o no, dije yo, no es de mucha ayuda para seguir adelante. Si tenemos en cuenta que mi madre tiene ochenta y nueve años, es incluso contraproducente. No resolveremos nada si la confronto con esto.

No se trata de usted y su madre, ¿no le parece? ¿Acaso no se trata de resolver cómo se relacionan usted y su hija la una con la otra? Todos tenemos en la mente pequeños fragmentos de nuestras madres y nuestros padres, ¿no es posible que haya estado reproduciendo alguno de esos patrones con su hija?

Dije que de hecho se lo había mencionado a ella mientras cenábamos el otro día. Se había interesado, pero la conversación se alejó de lo personal y devino en una discusión sobre las posturas políticas de los años cincuenta.

No obstante, fue un buen comienzo, dijo él. Podría retomarlo en otro momento. Cuánto más hablen la una con la otra, más cerca estarán de resolver esto.

Dije que ahora mismo no sabíamos realmente dónde estábamos en nuestra relación con ella. Tras dejar de beber había parecido muy abierta durante un tiempo, pero ahora parecía haberse cerrado de nuevo, reticente. Una vez, por ejemplo, me había pedido que fuera con ella a una reunión de Alcohólicos Anónimos y lo hice. Fuimos a la iglesia y luego a la reunión y después comimos contigo y fue un día muy bueno, muy abierto. Después llegaron las fiestas, y ella estaba ocupada, y cuando hace poco le pregunté si podía acompañarla a otra reunión se mostró reticente. Dijo que en realidad no era buena idea llevara personas de fuera. Sinceramente ni siquiera sé si ella misma estaba yendo.

¿Quiere saber cómo hacer que ella vaya?, preguntó él. Vaya usted a las reuniones de Al-Anon más de una vez. Tiene que encontrar un grupo con gente de su nivel intelectual y socioeconómico, pero eso no será un gran problema en Manhattan. Si ella se entera de que usted está yendo, es un noventa por ciento más probable que vaya. Y yo creo que ella necesita un programa. La psiquiatría solo no bastará.

Dije que yo tenía un problema con Al-Anon.

–Claro, y ella tiene un problema con Alcohólicos Anóni- mos –dijo él–. Y ahora va a decir que la alcohólica es ella, no usted. Y yo voy a decirle que usted es la madre de una alcohólica, y ella no va a quedarse en el programa si cree que usted desconfía de él. Incluso podría decir que por supuesto tiene un problema con Al-Anon, usted tiene un problema con los grupos, no confía en ellos, no sabe cuál es su agenda. ¿Esto le recuerda en algo a su madre?

Dije que me parecía que había un trecho, pero que lo pensaría.

–Le voy a poner deberes –dijo él–. Comencé haciendo análisis freudiano clásico, escuchando nada más, como los resultados no me satisficieron, incorporé algunas técnicas conductistas. Los conductistas utilizan las tareas para acortar el proceso. Aquí tiene sus deberes. Enséñele a su hija la nota que me ha enseñado a mí. No le hable de ella, enséñesela, por- que es un documento notable. Cuéntele que me la ha enseñado a mí. Y si le pregunta qué dije, cuéntele que yo le pregunté si la desconfianza de su madre hacia otras personas se reflejaba en su desconfianza en Al-Anon. Fíjese en qué dice ella. Creo que le sorprenderá lo que esto desencadena.

Dije que vería.

–Creo que oigo en su voz exactamente lo que usted oye en la de su hija cuando le pregunta por Alcohólicos Anónimos.

Entonces le dije que también quería enseñarle un poema que Quintana había escrito cuando tenía unos seis años en la playa. Se quedó muy impresionado por la forma en que se expresaba, como si fuera «una escritora nata». Dije que la soledad del poema me había impactado, porque nunca se veía estando cara a cara con ella. Ocultaba sus sentimientos incluso entonces.

–Debía de tener alguna razón extraordinaria para hacerlo.

Dije, usted se refiere a la adopción, pero hubo otras cosas que podrían haber sido traumáticas para ella, en especial la muerte de Juan Carlos, sobre la cual no hablaba nunca, pero tras la cual soñaba que un espectro venía a llevársela «pero yo me agarraré de la valla». Le conté nuestra visita a Nueva York con Quintana y Rosie el otoño después de la muerte de Juan Carlos y que Rosie se fue a casa y que Quintana quedó al cuidado de una agencia de servicio doméstico. Más adelante ella mencionó que la señora Nosecuantos había sido mala con ella, y le pregunté por qué no me lo había contado en el mo-

mento, y ella dijo: «Pensaba que tu trabajo era trabajar para el señor Preminger y el mío era que se ocupara de mí la señora Nosecuantos».

–Así que en algunos aspectos ella no pensaba en sí misma como una niña –dijo él–. Ella se veía a sí misma como alguien con responsabilidades de adulto reales.

Dije que eso suponía, y también que suponía que era natural, o tan natural como puede serlo en una situación relativamente inusual: los dos trabajábamos en casa, ella era hija única, no nos planteábamos que los adultos estaban en un lado y los niños en otro, estábamos todos juntos.

Dije que fue a su primera reunión, en la agencia William Morris, cuando tenía tres años. Le conté el desenlace.

–Estaba preocupada por el dinero –dijo él–. Estaba preocupada por algo en lo que no podía influir, algo que era un asunto de adultos.

Pregunté si estaba diciendo que había habido una separación insuficiente entre ella y los problemas de nuestras vidas diarias. Dije que eso era algo que nos gustaba de nuestra vida familiar: estábamos los tres juntos en todo.

–Dada la situación –dijo él–, me aventuraría a decir que probablemente estuvo expuesta a más de lo que podía manejar. Era una niña, ustedes eran adultos, sin embargo, está claro que alguna parte de su mente ella empezó a sentirse responsable de ustedes.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/lecturas-joan-didion-y-un-viaje-a-la-intimidad-del-dolor-nid14092025/

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