Los ginkgos como metáfora del amor verdadero
Ayer cumplimos 21 años juntos, por mucho que a veces me parezcan solo seis meses y, a veces, una vida entera. Después de tanto tiempo, el amor es sobre todo atención. Bueno, siempre lo es. Pero ...
Ayer cumplimos 21 años juntos, por mucho que a veces me parezcan solo seis meses y, a veces, una vida entera. Después de tanto tiempo, el amor es sobre todo atención. Bueno, siempre lo es. Pero cuando llevás dos décadas con alguien, tendés a confiar en que ya lo conocés por completo. Entonces dejás de prestar atención. Pasa todo el tiempo y es una de las malas hierbas que toda pareja debe desmalezar con regularidad.
Pero me regaló, para la ocasión, un ginkgo. Así que estaba prestando atención; no es para nada fácil regalarle un árbol a alguien que ama los árboles desde que es pequeño y que los identifica enseguida, con nombre y apellido, como si fueran sus amigos de siempre. Bueno, lo son.
Así pues, el regalo es menos el arbolito que esa atención en sí, palabra que usamos con frecuencia para atenuar las expectativas que el otro pone sobre un obsequio (“Es solo una atención”; segunda acepción en el Diccionario de la Real Academia Española), muy a pesar de que no hay ofrenda mayor que la atención que nos conceden.
Pero sí, el ginkgo importa aquí, porque, pese a todos los árboles que planté, todos los que he tenido, todos los que salvé y, más tarde, inexorablemente, alguien terminó talando, nunca tuve un ginkgo. Que, a todo esto, es mi árbol favorito. Por lejos.
Me deslumbraron en mi juventud, leí su historia, me fascinó que fueran fósiles vivientes y de inmediato me puse en campaña para conseguir semillas. Esto de partir de semillas es un sesgo y, a veces, una mala idea –por ejemplo, con los ginkgos, y también con buena parte de los frutales–, pero de todos modos me permitió descubrir los dos ejemplares magníficos de la plaza de la Misericordia, sobre la Avenida Directorio, en CABA. Añosos, aunque los ginkgos apenas envejecen, y de ambos sexos, encontré allí lo que buscaba. Montones de semillas.
Olían horrible, es cierto, pero de todas maneras las planté. De las cuatro que parecían más o menos robustas, tres germinaron, pero dos de los platines claudicaron en una o dos semanas; el tercero prosperó, aunque no llegó a vivir un año. Más interesante es la semilla que no germinó, y que dice mucho sobre cómo la naturaleza mejoró sus procesos durante los 170 millones de años que pasaron desde la aparición de los ginkgos. No me pregunten por qué, pero tuve la intuición de que le iba a llevar tiempo y que al final germinaría. Tardó dos años en brotar. Pero tampoco sobrevivió.
De a poco fui aprendiendo dos cosas de los ginkgos. La primera es que tardan muchísimo tiempo en crecer. Unos 30 años para alcanzar los diez metros de altura. La otra, menos conocida y más difícil de superar, es que no desarrollan ramas laterales hasta llegar más o menos a los 10 metros. Así que suele ser muy frustrante, para el que vio un majestuoso ejemplar adulto en otoño, contemplar ese palito flaco que plantó en el jardín y que parece no progresar nunca.
Es al revés, no obstante. Los ginkgos se adaptaron para sobrevivir en condiciones extremas y por eso se los emplea a menudo como arbolado urbano; son, además, prácticamente inmunes a las plagas.
Eso sí, es mejor comprarlos en un vivero, donde se los reproduce de esquejes (prenden con facilidad) de ejemplares macho, para que dentro de 21 años, por poner un número arbitrario, no te siembren el jardín con frutos malolientes.
En las postrimerías del invierno plantaré en tierra este ejemplar de casi dos metros, y me dispondré a esperar a que se convierta en la idea que uno tiene de los ginkgos.
Hay, pues, toda una metáfora en este obsequio. Mi árbol favorito, como el amor, requiere muchísima paciencia. Como el amor verdadero, asimismo, los ginkgos no muestran signos de senescencia; cambian, pero no envejecen. Y, del mismo modo que los vínculos profundos, son capaces de atravesar duras pruebas (la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima y Nagasaki, nada menos) y, luego de la catástrofe, volver a brotar.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/los-ginkgos-como-metafora-del-amor-verdadero-nid16072025/