“Mi abuelo, el último emperador”. La archiduquesa Alexandra de Habsburgo cuenta la fascinante historia de Carlos I de Austria
La archiduquesa Alexandra Habsburgo describe cada escena con lujo de detalles. Y recrea los diálogos como si los hubiese oído. Conoce la historia de primera mano. Es, en definitiva, parte de su p...
La archiduquesa Alexandra Habsburgo describe cada escena con lujo de detalles. Y recrea los diálogos como si los hubiese oído. Conoce la historia de primera mano. Es, en definitiva, parte de su propia historia. En perfecto español, se refiere a una comida en el Palacio de Belvedere, en Viena, durante el invierno de 1914. Presenta a cuatro personas sentadas alrededor de una mesa imperial. Están los anfitriones, el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono austrohúngaro, y su esposa, la duquesa Sofía Chotek. Junto a ellos, sus invitados: Carlos Habsburgo, sobrino del archiduque, y su mujer, la princesa Zita de Borbón-Parma.
Al finalizar la cena, las mujeres se retiran del salón. Entonces el archiduque se acerca a su sobrino y le confiesa algo que cambiará por completo la tranquilidad de la noche:
-Estoy convencido de que voy a ser asesinado. La policía está al corriente.
Carlos, atónito por lo que acaba de escuchar, trata de tranquilizarlo:
-Tío, no puede ser verdad, tenemos una guardia competente, responde.
Ante la incredulidad de su sobrino, Francisco Fernando lo lleva a su oficina, abre un cajón de su escritorio y señala:
-Si eso pasa, si me matan, ven a retirar este sobre en el que te lo explicaré todo.
La archiduquesa cree que Carlos se retiró del Palacio creyendo que su tío estaba paranoico y que nunca volvería a ver ese sobre. Sin embargo, meses más tarde, el 28 de junio de 1914, recibió un telegrama que le demostró lo contrario: “El Archiduque Francisco-Fernando y su esposa, asesinados en Sarajevo”.
Cuando Carlos finalmente regresó a Belvedere por el sobre, lo encontró en el lugar que su tío le había indicado su tío. Su contenido lo dejó absorto: adentro del sobre había un recorte de un diario con la noticia de su asesinato. “Esto demuestra qué poderosos eran los enemigos de la monarquía que ya estaban metidos en el sistema”, relata la archiduquesa Alexandra Habsburgo, la nieta de Carlos, en charla con LA NACION.
El joven Carlos no lo sabía en ese momento, pero la muerte de su tío daba inicio al conflicto más sangriento que Europa y el mundo entero habían visto hasta el momento: la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sí era consciente de que, en ese instante, él se convertía en el heredero directo de la corona del Imperio Austrohúngaro.
“El Papa Pío X había profetizado cuando mis abuelos se casaron en 1911 que ellos serían los futuros reyes”, comenta Alexandra. Y la muerte de Francisco Fernando hacía cierta esta profecía. Sin embargo, nadie imaginaba que su reinado solo duraría dos años y que sería el último de la dinastía Habsburgo. “Muchos ni siquiera saben de su existencia y que murió por la unión de su país”, describe la archiduquesa.
Un imperio inestableAlexandra Habsburgo nació en un castillo, en Bélgica, durante el interminable exilio de su familia. Creció y estudió en Bruselas. Trabajó en India junto a la Madre Teresa de Calcuta, vivió en España y ahora habla con LA NACION desde Santiago de Chile, donde se radicó -hace ya algunas décadas- por amor.
Con pasión, revive la historia de su abuelo, Carlos I de Austria, el último emperador del Imperio Austrohúngaro, rey de Bohemia y Croacia.
-¿Cómo fue la infancia de Carlos?
-Mi abuelo nace en 1887 en un castillo en Austria llamado Persenburg, que está sobre el Danubio. Es hijo del archiduque Otón, sobrino del emperador de ese momento, Francisco José. Otón también era hermano de Francisco Fernando, el que mataron en Sarajevo. La madre de mi abuelo, María Josefa, era muy piadosa y educó a su hijo en una espiritualidad práctica, de mucha oración y mucha caridad. Cuando tenía ocho años, María Josefa llevó a Carlos a un convento en Hungría para saludar a una religiosa conocida por sus dones místicos, llamada Madre Vicencia Fauland. Ella también le dijo que algún día sería emperador.
-Una nueva profecía.
-Sí, pero le dijo que sufriría mucho y recibiría muchos ataques. Estaba tan convencida de eso, que la monja fundó un grupo de oración para envolver desde ese instante al pequeño en oraciones. Esa Liga de Oración, por Carlos y por la paz de las naciones, perdura aun hoy. Yo he ido muchas veces a visitar a sus miembros.
-¿Cuál era el problema central del Imperio Austrohúngaro en ese momento?
-Un antepasado mío, cuando le preguntaban cómo estaba el Imperio, decía: “Bien, porque están todos más o menos descontentos”. Esto era así porque había que estar equilibrando a sus diversos pueblos todo el tiempo. Pero mi familia creía firmemente que la unión de todas sus etnias le daba paz y estabilidad a toda Europa Central. El problema fue que empezaron a expandirse las sectas masónicas que buscaban la destrucción del Imperio católico y se infiltraron en las esferas del poder. Incluso el heredero original del trono, el archiduque Rodolfo, único hijo varón de Francisco José I, había ingresado en la masonería húngara. En un momento le pidieron que derrocara su padre para que él asumiera el poder pero se negó y lo eliminaron porque sabía demasiado, haciéndolo pasar por un suicidio.
-¿De qué manera su abuelo llegó al poder?
-Cuando estalla la guerra por el asesinato de su tío Francisco Fernando, Carlos está mucho en el frente, donde acompaña a los soldados, los anima y conoce el horror de la guerra en carne propia. Los detractores de mi abuelo decían que era muy joven, tenía 29 años, y que no había sido preparado para reinar. Pero mi abuela Zita me dijo que no era así, que el emperador Francisco José siempre lo mantuvo al tanto de todo, le daba las carpetas de los distintos ministerios para que las estudiara y luego las discutían juntos. Cuando llegó al poder, lo único que quería era parar la disputa porque había visto el mal que producía.
Un mal momento para ser emperador“Era el único hombre honesto que surgió durante toda esta guerra, pero era un santo y nadie lo escuchó”, escribió el poeta Anatole France sobre Carlos Habsburgo. Cuando asumió el trono, en noviembre de 1916, la situación del Imperio era apremiante, las hambrunas se expandían por el territorio y desde el frente de batalla no llegaban más que malas noticias. Por esta razón, el joven monarca buscó desde el primer momento una salida del conflicto bélico.
Sin embargo, en 1917 Estados Unidos ingresó a la contienda del lado de la Triple Entente, lo que pondría en desventaja al Imperio austrohúngaro. Carlos buscó entablar negociaciones con Francia, pero se encontró con la férrea oposición de su primer ministro, Georges Clemenceau, quien buscaba continuar la guerra “hasta la victoria”.
A pesar de su poca capacidad de maniobra como emperador, intentó mejorar la situación interna de su debilitado país. Así lo describe su nieta: “Él se preocupaba mucho por los soldados y los más necesitados. Creó el primer Ministerio Social de toda Europa para atender a las víctimas de las batallas, prohibió los duelos en el ejército y solía visitar frecuentemente el frente”.
Un suboficial austrohúngaro, de la región de Polonia, le tenía tanta admiración que terminó nombrando a su hijo en su honor, Karol (traducción de Carlos en germánico) Józef Wojtyła. Años más tarde, ese niño se convertiría en el Papa Juan Pablo II.
En 1918 las derrotas en el frente italiano aceleraron la desintegración del ejército austrohúngaro. En ese momento, Carlos decidió llevar a cabo drásticas medidas reformistas para convencer a la Triple Entente de que el Imperio debía salvarse. Desarrolló un plan de federalización del país que convertiría al territorio en una gran confederación. Pero sus intentos llegaron demasiado tarde...
“Los partidos belicistas dentro y fuera del país eran sus grandes enemigos, inventaron muchas calumnias sobre él que lo terminaron debilitando”, explica Alexandra Habsburgo.
Finalmente, el emperador Carlos I fue obligado a renunciar a su cargo el 21 de noviembre de 1918. Pero nunca abdicó. “Él tenía la esperanza de poder recuperar el trono y reunir de nuevo a su pueblo”, explica su nieta.
Sin embargo, para finales de ese año, tanto Austria como Hungría declararon su independencia. La gran potencia multiétnica que daba estabilidad a Europa Central se desintegró en varios países pequeños con problemas económicos y rivalidades nacionalistas que siguieron durante décadas.
El exilio y la muerte en la pobrezaCarlos I, su esposa Zita y sus hijos fueron exiliados a Suiza sin sus privilegios políticos y con sus propiedades embargadas. En los años siguientes buscó volver al poder en dos ocasiones, pero no tuvo éxito. “Cuando vio que su retorno podría generar combates en las calles, desistió, ya que no quería que se vertiera sangre por él”, relata Alexandra Habsburgo.
Tras el último intento fallido, los opositores al emperador decidieron enviarlo aún más lejos, a la pequeña isla portuguesa de Madeira, a 600 kilómetros de la costa africana, a la altura de Casablanca. “En ese momento se quedaron en la miseria, les entregaron una casa arriba de la montaña que era muy húmeda y no era buena para la salud de mi abuelo, quien era frágil de bronquios”, comenta su nieta.
Una tarde de marzo de 1922, el antiguo emperador caminó hasta el pueblo para comprar un regalo de cumpleaños para uno de sus hijos. Volvió resfriado. Lo que parecía una gripe pasajera se convirtió en una pulmonía que se agravaba cada día más. La archiduquesa detalla: “Lo trataban con inyecciones de trementina muy dolorosas y con ventosas que le hacían quemar todo el cuerpo”.
El 1 de abril de 1922, tras días de sufrimiento, desterrado y pobre, murió el último emperador de la dinastía Habsburgo. Tenía 34 años. Dejó siete hijos y a su esposa embarazada. En su último aliento, le susurró a su adorada Zita una frase que se repite en los libros de Historia:
“He buscado conocer la voluntad de Dios, ofrezco mi vida por la unión de mis pueblos, te amo tanto”.
-¿Cómo era su abuela, Alexandra?
-Ella era una princesa italiana, de la Casa de Borbón-Parma, muy inteligente e interesada en política, aunque también era sencilla y con un gran sentido del humor. Además, tenía una fe impresionante, al punto que de joven quiso volverse monja pero no la dejaron. Conocía a mi abuelo desde niño, pero con los años se habían distanciado. Sin embargo, volvieron a encontrarse en un baile y ahí Carlos quedó flechado. Poco tiempo después se casaron y ella nunca se alejó de su lado.
-¿Qué hizo cuando murió su marido?
-Ella quedó sola a cargo de sus ocho hijos en una situación muy difícil porque nadie, por razones políticas, quería acoger a la viuda del emperador. Finalmente, en España se sintieron obligados y le dieron asilo, pero ella se retiró al norte, a Lequecho, en un pueblo de pescadores, donde permaneció ocho años. Luego se mudó a Bélgica para que mi padre y sus hermanos pudieran estudiar. Sin embargo, todo cambió cuando Hitler asumió el poder en Alemania. Como le tenía un gran odio a los Habsburgo, todos fueron condenados a muerte y les impidió que recuperaran sus propiedades. La primera bomba nazi que cayó sobre Bélgica fue sobre el lugar donde se alojaban mi abuela y sus hijos. En ese momento, huyeron en auto a través de Francia y llegaron a España, pero la frontera ya estaba cerrada... Gracias a Dios, había un soldado de Lequecho que la reconoció como emperatriz y la dejó pasar.
Luego, pudieron embarcarse en Portugal para dirigirse a Estados Unidos y Canadá. Aún desde el exilio, mi familia no se olvidó de su pueblo. Trabajaron para reunir alimentación y ropa para las víctimas de la guerra en Europa. Mi abuela daba discursos todo el tiempo a grupos de señoras para animarlas a ayudar. Asimismo, su hijo mayor, Otón, estaba en contacto con el presidente Roosevelt para intentar que Austria no cayera del otro lado de la Cortina de Hierro. Zita no pudo regresar a Austria sino hasta 1982, cuando levantaron las restricciones.
-¿Usted dónde nació?
-Después de la Segunda Guerra Mundial, mi padre Carlos Luis, el quinto hijo de Carlos y Zita, se casó con una princesa belga y nacimos en el castillo de Beloy. Allí vivimos cinco años, después, mis padres construyeron una casa en Bruselas donde crecí y estudié. Años más tarde me fui con la Madre Teresa de Calcuta a la India para ayudar a los pobres, luego, fundé en España una asociación llamada Vía María también para la asistencia de los más desfavorecidos, sobre todo en América Latina. En un viaje a Roma conocí a mi esposo, Hector Riesle Contreras, quien en ese momento trabajaba como embajador chileno ante la Santa Sede. Actualmente vivo Chile y estoy a cargo de la Fundación de Auxilio Maltés, que asiste a niños y adultos mayores de escasos recursos con diversas patologías pulmonares.
-¿Qué significa para usted la figura de Carlos?
-Personalmente, tener un abuelo tan santo es maravilloso, porque uno tiene “un santo en la corte”. Cuando alguien está enfermo en mi familia, siempre le rezamos y hacemos novenas. Tengo un nietecito con problemas de salud y no hay duda de que él nos ha ayudado muchísimo, porque se llama Carlos como él. Nuestra familia sigue muy unida y con mucha cohesión, nos vemos bastante y tenemos en común esa devoción. Aunque pasen varias generaciones, sigo viendo mucha fe, y lo explico en parte a los méritos de mi abuelo.
-¿Cómo fue el proceso de beatificación de Carlos?
-El primer milagro que sirvió para abrir la causa para beatificarlo fue con una monja brasileña de origen polaco, o sea, perteneciente al Imperio. Ella estaba con unas úlceras varicosas muy dolorosas que desde hacía tiempo no le permitían caminar. Una hermana suya la vino a ver y le dijo que le pidiera por su intercesión a mi abuelo. La monja le respondió que no, que ya le había pedido a tantos grandes santos y que no creía que Carlos la pudiera ayudar. Sin embargo, más tarde le terminó rezando por su curación y esa misma noche empezó la cicatrización. Al otro día, las demás religiosas la encontraron a la mañana de rodillas en la capilla dando gracias. Esa monja se llamaba Zita, igual que mi abuela. Cuando fue la ceremonia de beatificación, el Papa Juan Pablo II, en vez de proclamar el día de su muerte como su fiesta litúrgica, puso la fecha del casamiento con mi abuela, el 21 de octubre, para mostrar la importancia de su matrimonio.
Durante esa ocasión, el Pontífice que llevaba su nombre de pila en su honor dijo: “Carlos era amigo de la paz: a sus ojos la guerra era algo horrible; en el medio de la tormenta de la Primera Guerra Mundial, se esforzó por promover las iniciativas de pacificación”. Una paz que le costó la vida.