No alimentes a los niños: fallido thriller distópico dirigido por la hija de Steven Spielberg
No alimentes a los niños (Please, Don’t Feed the Children, Estados Unidos/2024). Dirección: Destry Allyn Spielberg. Guion: Paul Bertino. Fotografía: Shane Sigler. Edición: Todd Sandler. Elenc...
No alimentes a los niños (Please, Don’t Feed the Children, Estados Unidos/2024). Dirección: Destry Allyn Spielberg. Guion: Paul Bertino. Fotografía: Shane Sigler. Edición: Todd Sandler. Elenco: Michelle Dockery, Zoe Coletti, Andrew Liner, Dean Scott Vazquez, Regan Aliyah, Giancarlo Esposito. Calificación: apta mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: BF Paris. Duración: 94 minutos. Nuestra opinión: regular.
El título de la película funciona como una advertencia. Como un repiqueteo en altavoces de fronteras y estaciones de micros: la prohibición del alimento a los menores es el mejor signo de la distopía, la confirmación de que el mundo se ha convertido en su peor versión. Estamos en un tiempo incierto en el que un virus ha convertido a los adultos en caníbales y a los niños en transmisores de esa extraña maldición; por ello los primeros son propensos a la paranoia y los segundos al encierro en campos de detención. Mary (Zoe Coletti) ha logrado escapar y espera poder subir a un micro para llegar a la frontera y cruzar fuera de ese estado de terror por túneles que eluden la vigilancia. Lleva un mapa manuscrito y una férrea convicción. En la espera, conoce a Jeffy (Dean Scott Vazquez), quien luego de un primer encuentro hostil, decide socorrerla y refugiarla en un centro comunitario abandonado que comparte con otros adolescentes. La policía llega y ellos escapan, el periplo para la libertad recién comienza.
El primer cuarto de hora de No alimentes a los niños siembra expectativas. Una distopía pospandémica, algunas teorías conspiranoicas sobre el virus y la niñez, los ecos del estado del mundo actual en clave de ciencia ficción. Pero todo eso queda diluido y a continuación el grupo de adolescentes (que de niños no tienen demasiado) llega a una vieja granja alejada de la ruta principal, y es recibido por Clara (Michelle Dockery), una enfermera inglesa que cocina galletitas y lamenta la muerte de su hija. Es entonces cuando sabemos que estamos frente a lo previsto: un relato de horror tradicional.
Y todo sería fantástico si la historia además de previsible fuera solvente, pero la pereza narrativa de un guion derivativo se suma a la poca experiencia de Destry Allyn Spielberg, quien pese a ser la hija del director de Tiburón (1975) no parece haber heredado su sentido del ritmo ni la astucia en la creación de climas inquietantes. La película no solo naufraga en una planificación repetida hasta el hartazgo, sino que resuelve la mayoría de las escenas con vocación anticlimática. Sumado a ello, hay un claro problema en el elenco, ya que Michelle Dockery, con su refinado manejo del cuerpo y sus transparentes intenciones, no consigue encubrir su verdadera condición cuando quiere aparentar hospitalidad, ni imponer temor más allá de los atrezos a los que echa mano. Los ecos de Hansel y Gretel de los hermanos Grimm, que podían funcionar como guiño a esa maternidad destructiva y devoradora, no terminan de cuajar en un registro demasiado lánguido, sin contornos góticos ni asomo de una verdadera corrupción familiar hasta la cadena de revelaciones al final. Ninguno de los otros jóvenes actores contribuye a la solvencia escénica, a crear duelos efectivos, y a generar verdadera tensión.
Lo que quizás subyace como restricción de la película, es la necesidad de expresar en el relato una idea abstracta: la recurrente responsabilidad de los débiles (en este caso, los niños) de los errores de los poderosos (aquí, los adultos). El contagio asintomático de los niños los convirtió en portadores y por ende en blancos de una creciente paranoia que derivó en su persecución y encierro. Esa metáfora explícita se repite en altavoces radiales y en la voz en off que ofrece Mary, y es quizás la mayor atadura de la historia, en tanto su devenir está condicionado por esa demostración. No importa demasiado la materia prima del horror (el virus, la paranoia, el trauma), ni la humanidad de los personajes, sino la confirmación de una idea que sonaba atractiva de antemano. Es ese condicionamiento el que convierte al género en un mero vehículo de apreciaciones coyunturales, algo que contradice las mejores enseñanzas de papá Spielberg, desde su debutante Reto a muerte en los 70, hasta sus mayores logros a partir de Tiburón.