Generales Escuchar artículo

Rojos y mariquitas

A mi casa no entran rojos ni mariquitas, decía mi padre. Levantando la voz, bebiendo licores recios, fumando cigarrillos y a veces pipas, limpiando sus armas de fuego, dirigía una mirada turbia a...

Rojos y mariquitas

A mi casa no entran rojos ni mariquitas, decía mi padre. Levantando la voz, bebiendo licores recios, fumando cigarrillos y a veces pipas, limpiando sus armas de fuego, dirigía una mirada turbia a...

A mi casa no entran rojos ni mariquitas, decía mi padre. Levantando la voz, bebiendo licores recios, fumando cigarrillos y a veces pipas, limpiando sus armas de fuego, dirigía una mirada turbia a mi madre y le decía: A esta casa no van a entrar tu hermano el comunista y tu hermano del otro equipo. Temerosa de las iras volcánicas de su esposo, mi madre obedecía en silencio.

Los fines de semana mi padre recibía en su casa en el campo a sus amigos militares y sus amigos civiles. Con los generales y coroneles planeaban golpes de Estado que no llegaban a ejecutarse porque el día de la conspiración todos amanecían alcoholizados, pasmados por una resaca feroz. Con los amigos civiles hablaban de sus próximos viajes para cazar animales. Nada los excitaba más que trasladarse a lugares remotos para matar bestias salvajes, sintiéndose héroes. Los salones de la casa estaban decorados con cabezas de animales que mi padre había matado. No había un solo león, todos eran venados.

Mi madre sufría en silencio porque no podía invitar a su casa a su hermano comunista y su hermano homosexual. Su hermano comunista era abiertamente comunista. Su hermano homosexual era discretamente homosexual. Mi madre me decía que ambos estaban confundidos porque se habían alejado de Dios. Rezábamos para que su hermano comunista dejara de ser comunista y su hermano homosexual se casara con una mujer y tuviera hijos. Mi hermano no es mariquita, como dice tu papá, me decía mi madre. Pobrecito, no ha tenido suerte en el amor, no ha encontrado a la mujer de su vida, añadía.

Como el tío comunista y el tío homosexual no venían a nuestra casa, yo los veía en casa de mis abuelos maternos, en las reuniones familiares por los cumpleaños de los abuelos o en las fiestas navideñas. A pesar de que hablaba mal de ellos y les prohibía entrar a su casa, mi padre, militar frustrado, se obligaba a saludarlos fríamente, el ceño fruncido, la mirada suspicaz, y enseguida se alejaba, evitando toda forma de conversación con sus cuñados proscritos, como si el comunismo y la homosexualidad fuesen enfermedades que no deseaba contraer, desviaciones morales que aborrecía.

El tío comunista era recio, apasionado, gritón. Quería liderar la revolución y capturar el poder. Vivía a salto de mata. Los matones de la dictadura lo perseguían. Pasaba largas temporadas en la clandestinidad, temeroso de que lo mataran. A veces llegaba a las reuniones familiares disfrazado de mujer para despistar a los policías que lo seguían. Saludaba a sus padres, se quitaba la peluca, el vestido y los tacos, se ponía ropa deportiva y jugaba partidos de fútbol con nosotros, sus sobrinos. Era un estupendo futbolista, aunque no dejaba de gritar como un loco. Era, al mismo tiempo, el arquero, el cerebro y el goleador de su equipo y, además, el árbitro del partido. No le gustaba perder, era resentido y quejumbroso en las derrotas.

Sentado a lo lejos, bebiendo vino blanco helado, la cabeza calva cubierta por un sombrero, el tío homosexual veía con una mueca burlona a su hermano comunista jugando al fútbol con una virulencia, un ardor y una ferocidad que le parecían risibles. El tío homosexual no jugaba al fútbol, le parecía una vulgaridad. Prefería beber con sus cuñados burgueses: el médico y el abogado. Hablaban de política. Deploraban que, en aquella familia de hombres poderosos, bien acomodados, hubiera una suerte de infiltrado, el tío comunista, que deseaba capturar el poder para luego quitarles a ellos, los burgueses, los capitalistas, todas sus empresas, todo su dinero. Es decir que el tío comunista quería hacer la revolución en su país, pero también en su familia, y por eso su hermano homosexual y sus cuñados burgueses lo veían como una amenaza.

El tío homosexual no llegaba a esas reuniones familiares con un novio o una pareja, andaba siempre solo y parecía un hombre satisfecho o incluso feliz. Era un hombre muy rico, mucho más rico que sus cuñados el médico y el abogado, pero no se movilizaba con choferes y guardaespaldas ni alardeaba de su dinero. Había amasado una fortuna como empresario minero. Conducía autos de fabricación británica que nadie más tenía en esa ciudad. Yo lo veía con admiración. Como mi padre lo detestaba, yo en cambio le tenía cariño. Me parecía un hombre inteligente, elegante, valeroso, que se atrevía a ser quien era de veras. Cuando se metía al mar, era el más valiente de todos los bañistas. Será mariquita como dice papá, pensaba yo, pero no es un cobarde.

El tío comunista era un político que vivía obsesivamente para la política y por eso no tenía mucho dinero. Quería hacer la revolución, pero esa urgencia costaba dinero y él no lo tenía. Por eso le pidió dinero a su hermano mayor, el tío homosexual. No le dijo: préstame plata para hacer la revolución. Le dijo: préstame plata para comprar una hacienda al sur. El tío homosexual le prestó el dinero, varios millones. Su hermano comunista se comprometió a pagar la deuda en pocos años. Luego sobrevino la gran pelea. El tío comunista convirtió la hacienda al sur en un campo de entrenamiento para su brigada de revolucionarios, a quienes adiestraba en prácticas de tiro y lucha cuerpo a cuerpo con arma blanca. Por supuesto, el tío homosexual se enteró de que la hacienda era un campamento revolucionario. Su hermano comunista se abstuvo de pagarle, alegando que el latifundio no le dejaba ganancias. El tío homosexual prefirió no enjuiciarlo, pero dejó de hablarle. Desde entonces, en las reuniones familiares de los abuelos maternos, el tío homosexual no hablaba con el tío comunista, y mi padre procuraba no hablar con ninguno de los dos. Entretanto, mi madre seguía rezando para que su hermano homosexual se casara con una mujer y su otro hermano dejara de ser comunista y pagara la deuda que había contraído. Sus plegarias, sin embargo, parecían inútiles, o insuficientes.

Yo admiraba a ambos tíos: al homosexual porque era uno de los hombres más ricos del país, y al comunista porque era uno de los más buscados. Si el tío homosexual quería ser billonario, el más rico entre todos los ricos, el tío comunista ansiaba ser el más poderoso, el más temido, el dictador vitalicio, amado por su pueblo. Ambos, en cierto modo, eran dictadores. Les gustaba mandar, dar órdenes, gritar sin complejos, imponer su voluntad con modales ásperos. No por ser homosexual, el tío millonario le tenía miedo al poder: le gustaba ejercerlo, conspirando en las sombras con los políticos de derechas más influyentes, a quienes invitaba a comer en su casa, en almuerzos irrigados con los mejores vinos. A su manera, también era un déspota intrigante el tío comunista, quien actuaba en la vida misma como en los partidos de fútbol: quería ser la estrella, el goleador y el árbitro, el que cobraba penales y anulaba goles.

A pesar de yo que leía sus libros, no sabía si el tío comunista era trotskista, maoísta, leninista, estalinista, castrista o qué carajos. Probablemente él tampoco lo tenía claro. Era un soñador, un idealista, un hombre ilusionado con el paraíso igualitario, la justicia social, un mundo sin ricos ni pobres, una sociedad de individuos solidarios, ajenos al egoísmo. Quería fundar el paraíso de los hombres buenos, todos buenos, todos virtuosos. No era un sueño de pusilánimes: para llegar al paraíso tenía que hacer la revolución, matando a militares y policías, a curas y empresarios. Soñaba entonces con la utopía del paraíso en su país, a diferencia de su hermano homosexual, quien aspiraba a fundar el paraíso en su propia casa.

Mi madre amaba a su hermano comunista y su hermano homosexual. Los abrazaba, los cubría de besos, les decía que rezaba por ellos. El tío homosexual era creyente y a veces iba a misa con mi madre y le regalaba dinero. El tío comunista decía que era ateo y mi madre le decía no eres ateo, eres arrogante, eres soberbio, y estás confundido, y cuando aceptes a Dios en tu corazón, serás feliz y dejarás de creer en el comunismo, que es una doctrina de hombres malos y ateos que solo trae desgracias.

Cuando mi padre enfermó gravemente y le dijeron que no viviría más de un año, el tío homosexual, incapaz de guardarle rencores, le pagó los tratamientos médicos, lo visitó en la clínica y le hizo regalos extravagantes. Al morir mi padre, el tío homosexual se presentó en el velorio, se arrodilló ante su cuerpo sin vida, cerró los ojos y rezó por él. Cuatro años después, el tío homosexual murió en su cama, confortado por mi madre, quien rezaba a su lado. Quijote extraviado, hombre noble e incomprendido, utopista de gran corazón, el tío comunista no alcanzó a tener éxito como revolucionario y murió sin capturar el poder.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/rojos-y-mariquitas-nid14092025/

Volver arriba