Tan importante como saber perder es saber ganar
“Hay que saber perder”, cantaba una vieja banda de rock, “no siempre se puede ganar”. Palabras santas. El peronismo debería hacerlas suyas. Acumula derrotas a montones, pero no aprende nad...
“Hay que saber perder”, cantaba una vieja banda de rock, “no siempre se puede ganar”. Palabras santas. El peronismo debería hacerlas suyas. Acumula derrotas a montones, pero no aprende nada, los viejos aliados regionales caen a su alrededor como bolos, pero no cambia ni una coma. Parece un estudiante un poco testarudo. ¿No entiende o no se aplica? Me temo que es un problema más grave, un problema de cultura política, un defecto de fabricación. El peronismo nació para ganar, solo para ganar, para ejercer el poder. ¿No era “nacional” y “popular”? ¿No obtenía de ello una implícita superioridad moral? La “nación” y el “pueblo” eran suyos, perder era impensable. Si ocurría, era culpa de otros: cipayos, imperialismo, demonio. No en vano era un Movimiento, la mayoría, no un partido, la élite: era él o la antinación, él o el antipueblo.
La crisis del peronismo es la crisis de su ajenidad original a la democracia liberal: se adaptó por conveniencia, nunca por convicción. Ha preferido los plebiscitos a los debates, el verticalismo al pluralismo, la obediencia a la crítica, la ortodoxia a la innovación, la propaganda a los contenidos, la doctrina al pensamiento. Y así ha ido de caudillo en caudillo, de dinastía en dinastía, de maridos en esposas, fingiendo unidades inexistentes, consensos inconsistentes. Incapaz de cambiar, de renovar la dirigencia, de gestionar las sucesiones. Por eso no consigue salir del pozo: porque para hacerlo tendría que cambiar de pies a cabeza, dar el paso que nunca ha dado, evolucionar de crisálida confesional a mariposa reformista: se beneficiaría él, y se beneficiaría todo el sistema político argentino.
Pero no, ajeno al rechazo que provoca y al mundo que cambia, practica como siempre ha practicado el culto al líder y sacraliza como siempre ha sacralizado al “pueblo”. Esclavo de rituales rancios y de un léxico anacrónico, prisionero de mitos amarillentos y recetas caducas, el peronismo se balancea como un boxeador aturdido aferrado a quien lo arrastra al infierno. Ciego ante la evidencia, niega la corrupción cuyo origen debería comprender para cambiar: su causa es la primacía de la lealtad sobre la capacidad, de la fe sobre la responsabilidad, el sacrificio de los medios en aras de los fines, la pretensión de impunidad derivada de la de superioridad; es su naturaleza, una vez más, confesional, su mentalidad, una vez más, antisecular. Mientras tanto los bueyes han escapado: muchos creyentes han dejado de creer, otros se han vuelto escépticos, otros han cambiado de fe.
Sin embargo, tan importante como saber perder es saber ganar. Quizá sea incluso más difícil, sobre todo si el derrotado se cree, como el peronismo, superior, si ha ocupado todos los espacios y ha esparcido arrogancia a manos llenas: la tentación de ensañarse es incontenible. Pero la victoria requiere más grandeza y mesura que la derrota. Implica una visión de futuro poco frecuente en todas partes, y aún menos en la historia argentina: ¡cuántas veces se han confundido victorias parciales con triunfos totales, cuántos han deducido de ello el derecho a eliminar del mapa al derrotado! A pesar de que debería ser obvio que en democracia ningún éxito es definitivo. Y que, dado que la norma es la alternancia en el poder, no conviene alimentar la sed de venganza del perdedor: el buen estadista sabe que la gloria va y viene, piensa en el hoy pero también en el mañana, dirige el gobierno pero trata de inducir a la lealtad a la oposición.
Ojalá sea un diagnóstico equivocado, pero no es lo que se ve. Lo que se ve es la tentación de tildar de “golpista” a toda disconformidad, de kirchnerista a cualquier discrepancia; “kuka” se ha vuelto la versión neoderechista de “gorila”; como tantas veces lo vimos en Italia, se ve anticipar en los medios de comunicación las sentencias que corresponden a los tribunales. Se ve un proceso de toma de decisiones opaco, concentrado en unas pocas salas secretas, una hostilidad generalizada hacia los órganos constitucionales de control del poder ejecutivo. Como el peronismo no es republicano, suena el estribillo, para librarse de él no importa ser republicanos: el poder limitado puede convertirse en absoluto, la revancha en venganza, la ley en arbitrariedad. Para librarse del peronismo, claro, no de los peronistas que se han pasado a su bando, sentados a salvo en el carro del vencedor: oficialistas ayer, oficialistas mañana, oficialistas siempre. Algunos ven en el éxito de Milei un festivo 17 de octubre a la inversa, pero el riesgo es que se parezca más bien a la Libertadora: igual de miope e ilusoria.
La lucha política, como es sabido, no es jugar a las damas, no se suele librar a golpes de florete. Pero tiene reglas implícitas, conveniencias mutuas: legitimación mutua con la oposición que existe, no la que uno quisiera que hubiera. Para ser de “izquierda” hay que admitir que existe una “derecha”, para ser de “derecha” hay que admitir que existe la “izquierda”. Si una cancela a la otra, se convierte en el todo, y el todo es totalitario, la sutil tentación que impregna la cultura política argentina, la herencia histórica más duradera del peronismo: ha convertido en sistémico el populismo, en populista al antipopulismo.
El presidente Milei disfruta de unas condiciones envidiables, tiene todo lo que Mauricio Macri no tuvo, una mesa puesta con la mejor vajilla y los manjares más exquisitos: un amplio consenso, una oposición contra las cuerdas, un aliado externo poderoso, una enemiga condenada, el viento regional a favor. Puede pensar en grande. Llevar a cabo las tan invocadas “reformas estructurales”, doblegar al Congreso, “domar” a los medios de comunicación, desatar las redes sociales, mantener a raya a los gobernadores. ¿Por qué agitar el espectro macartista? ¿No ve el odio que desborda entre sus fieles más fanáticos? ¿El racismo, el clasismo, la vulgaridad? El viejo sueño antiperonista de destruir el peronismo es, si nos fijamos bien, muy peronista: lo que se odia, se convierte en uno mismo.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/tan-importante-como-saber-perder-es-saber-ganar-nid27112025/