Un nuevo sendero permite descubrir uno de los glaciares más impactantes de la Patagonia
Por la ruta 40, en la portada centro del Parque Nacional Los Alerces, el viaje comienza justo al atravesar la pasarela del río Arrayanes. El puente colgante sobre el agua verde es el ingreso al bo...
Por la ruta 40, en la portada centro del Parque Nacional Los Alerces, el viaje comienza justo al atravesar la pasarela del río Arrayanes. El puente colgante sobre el agua verde es el ingreso al bosque. El sendero Lauhán Solitario es corto y está colmado de sombra. Termina en Puerto Chucao. Entonces sí, comienza la aventura: navegamos hacia el glaciar.
Dejamos atrás el bosque de arrayanes. La lancha se zambulle al lago Menéndez, tan azul al principio, tan verde después. El lago se bifurca en dos brazos: uno va al alerzal milenario. Otro, al área de máxima protección del parque. Justo en la bifurcación de estos brazos esta Puerto Nuevo. Tan nuevo que no tiene muelle.
Desde allí accedemos al glaciar Torrecillas, el único de los imponentes glaciares del parque nacional al que se puede ascender.
Hay otros, que sólo vemos de lejos durante los cuarenta y cinco minutos que dura la navegación. Divisamos los cerros Alto y Petiso, la Isla Grande y el glaciar Tronador antes de llegar a Puerto Nuevo, situado a tan sólo 18 kilómetros del límite con Chile.
Estamos pegados al punto límite, entre montañas situadas a 40 kilómetros del océano Pacífico.
La excursión al Torrecillas estuvo cerrada gran parte del año pasado. Abrió este año con un sendero nuevo, distinto al que tuvo al principio, casi dos décadas atrás. El sendero ya no bordea el arroyo El Antiguo.
Una vez que descendemos de la lancha y comenzamos a caminar, nos alejamos del curso de agua de deshielo y nos adentramos en la montaña. Ahora sólo queda caminar: la senda de los primeros setecientos metros es plana. Casi un paseo en un bosque de coihues y tineos. Pero no será siempre así.
Hay que ascender un desnivel de 270 metros hasta los 785 metros de altura a lo largo de dos kilómetros y medio. Antes de comenzar el ascenso, nuestra guía, Marisa Santos, asegura: “Este primer bosque es un viaje en el tiempo: por aquí pasó un alud hace aproximadamente quinientos años, por eso todo el bosque aquí tiene la misma antigüedad. Todo creció sobre el lecho rocoso formado por el gran aluvión”.
Distraídos con el relato sobre el suelo que pisamos, comenzamos a ascender. Primero el camino es en el bosque valdiviano. Luego se hace más árido. Se escucha agua que cae y poco a poco la vamos viendo: a la izquierda está el arroyo El Antiguo, donde estuvo la senda original.
Es un trekking de dificultad media alta: el terreno y la pendiente lo demuestran a cada paso.
Entusiasmados con el ritmo que llevamos, que no es tan exigente como para quedarnos sin aire, avanzamos durante una hora y media y llegamos al mirador. Finalmente a la laguna El Antiguo. Tan turquesa, tan diáfana.
Ahora, ante nosotros, está la pared del glaciar. Se ve a lo lejos el brazo sur del lago Menéndez.
Es tiempo de contemplar. Respirar profundo. Hacer una pausa. Escuchar tronar al glaciar. Los desprendimientos de masa de hielo que se quiebra y cae.
“Es maravilloso. Este sendero nos permite conocer los procesos glaciarios”, reflexiona Julieta Alinari. “Es sumamente interesante porque uno se puede imaginar, interpretando el paisaje, lo que fue pasando hasta ver el glaciar como lo tenemos hoy”, afirma la guía.
“No conozco nada igual en el mundo”, sostiene Andrea Ross, que llegó desde Montana en Estados Unidos para la excursión del glaciar.
“Quedé muy impresionada, con los árboles y los líquenes. Es hermoso. Muy diverso. Algo diferente a lo que se puede ver en otros lugares del parque”, agrega Julieta, una local que por primera vez visita el Torrecillas.
El camino de regreso se hace más corto. Nos espera la lancha para retomar el otro brazo del lago Menéndez para descansar y navegar hasta Puerto Sagrario. El agua del lago se torna tan turquesa que casi opaca el celeste del cielo, aunque claro, es un reflejo, que se nubla cuando el sol se esconde entre las nubes ligeras.
Alerzal milenarioEn el descenso, el puerto tiene una pasarela de madera que es el acceso a tierra. Este es otro suelo: selva valdiviana tupida todo el paseo.
Aquí las rocas no se ven entre la vegetación. Todo es abundancia: los helechos, las orquídeas salvajes, las campanitas violetas que cuelgan entre los arbustos, los coihues.
Pasamos por el mirador del lago Cisne. Al fondo, otra vez está el límite con Chile. Caminamos una hora y llegamos finalmente al Alerce Abuelo. “Imponente”, sostiene Cintia Figueroa, que participa de la excursión a cargo de la empresa Glaxiar.
“Este parque nacional excede todas nuestras expectativas con su belleza y calma. Es un honor llegar hasta aquí”, murmuran Teressa, Beth Betty y Laureen que, junto con Andrea llegaron desde Estados Unidos.
“Es impactante de verdad”, sostiene Vanesa Gervasian.
El Alerce Abuelo echó raíz aquí hace 2.600 años. Creció lentamente mientras Alejandro Magno conquistaba desde Grecia hasta la India, mientras se construía la Muralla China…ya era un árbol adulto cuando nació Jesucristo.
Fue testigo temporal de la llegada de Colón a América y de la declaración de la independencia de la corona Española. Su ubicación geográfica fue clave para sobrevivir a cambios climáticos, a volcanes e incendios. Y a todas las revoluciones del mundo moderno.
El alerce es el árbol de la vida. El atractivo de este ejemplar de 57 metros de alto y 2,8 metros de diámetro consiste, sin duda, en su secreto milenario. Es el segundo árbol más longevo del planeta, detrás del Pinus Longaeva que se encuentra en Estados Unidos.
La formación del alerzal, donde hay varios ejemplares de distintas edades, fue un proceso lento. Cada árbol crece un milímetro de diámetro por año. Y requiere un ambiente especial de humedad: aquí llueve 300 días de los 365 días del año.
El Alerce Abuelo sobrevivió a 10 generaciones de arrayanes, 400 de cóndores y 87 de huemules. Sobrevivió al cambio climático, protegido por la cordillera de Los Andes. Pero en el bosque convive con arrayanes, lianas y pequeñas orquídeas salvajes a orillas del río Cisne, con las cascadas que se forman en su curso hacia el lago Menéndez.
La experiencia de los visitantes que llegan es casi mística. Muchos recorren cientos de miles de kilómetros para meditar o hacer yoga en esta especie de santuario donde sólo se llega embarcado, a través de un pequeño puerto de Puerto Sagrario.