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Una locura coherente: el hombre que construyó un “pueblo fantasma” para mantener vivo el pasado de sus padres

Oscar Marzol divide su tiempo entre Buenos Aires y la localidad de Colonia San Ricardo, conocida como Iriarte, (en la frontera de Santa Fe y Buenos Aires), el hogar de sus padres; entre su profesi...

Una locura coherente: el hombre que construyó un “pueblo fantasma” para mantener vivo el pasado de sus padres

Oscar Marzol divide su tiempo entre Buenos Aires y la localidad de Colonia San Ricardo, conocida como Iriarte, (en la frontera de Santa Fe y Buenos Aires), el hogar de sus padres; entre su profesi...

Oscar Marzol divide su tiempo entre Buenos Aires y la localidad de Colonia San Ricardo, conocida como Iriarte, (en la frontera de Santa Fe y Buenos Aires), el hogar de sus padres; entre su profesión, Contador Público, y el Museo Iriarte, fundado por él mismo.

Pero no es un museo cualquiera. Para imaginarlo hay que esquivar la idea de un edificio convencional, cuadros, objetos, largos pasillos. Este otro, creado por el propio Marzol, va más allá de un espacio delimitado y crece cada vez más: tiene un principio, pero no un final. Muchos lo definen como un “pueblo dentro de un pueblo”.

Y eso mismo parece: quien llega se encuentra con una peluquería, panadería, imprenta, una estación ferroviaria, la cantina. Todo armado a partir de objetos antiguos que adornan cada uno de esos “establecimientos”: la historia del lugar no solo se ve, se vive.

Pero el recorrido de Oscar empieza más atrás, y con una intención bastante alejada de eso en lo que se convirtió: empezó en 1977, a sus 27 años. Era aficionado a los árboles, a las plantas. Quiso “armar un jardín botánico”, lo pensaba como una especie de proyecto de fin de semana. Arrancó “coleccionando árboles”. Después, como ornamentos, compró máquinas antiguas de granja, buscaba un toque rústico: un rastrillo y una desmalezadora.

“Empecé a entusiasmarme: una maquinita, otra maquinita, y bueno… Una actitud coleccionista”, dice. Pero, más allá del entusiasmo, se volvía cada vez más difícil arreglar el jardín, cortar el pasto, mantenerlo pulcro. Tenía que buscar una solución.

Compró un terreno justo enfrente, una casa clásica de 1900, de las primeras del pueblo. Buscaba practicidad: mover las máquinas ahí y despejar un poco ese jardín botánico para arreglarlo. No había un plan concreto. Pero una cosa llevó a la otra: “Empecé a juntar objetos y, para cuando quise darme cuenta, ya tenía las bases de lo que podía ser un museo”, asegura.

El puntapié de una idea

De todas formas, todavía no lo pensaba así: empezó como un hobby y como una construcción privada. “Empecé a hacerlo para mí, para mis amigos, para mi familia, pero no como un proyecto. No tiene una connotación demasiado filosófica: iba comprando cosas, armar un galpón, después otro… La gente podía pensar: ‘Este loco lo tenía diseñado’. Pero no, lo voy diseñando ahora…”.

A la acumulación de objetos se le sumó otro museo, el Rocsen, en la localidad de Nono, Córdoba. Este le dio el puntapié necesario, la idea para, ahora sí, establecer qué haría finalmente con eso que había ido comprando. Según la página oficial, el Rocsen tiene más de 65.000 piezas en exposición divididas en 13 salas.

“Tiene la colección privada más grande de la Argentina. Me encantó, pero lo sentía todo muy amontonado. Ahí me agarró la inquietud: ¿Por qué no mostrar esto de otra manera? En vez de tener sillones de peluquería desperdigados, ¿por qué no mostrar una peluquería como era en mi época? Ahí me dije: ‘Bueno, voy a armar un pueblo para que sea más dinámico’”, explica. La idea, más que exhibir, era mostrar, construir un mundo. “Me basé en lo que había hecho el dueño del Rocsen, pero lo mostré de otra manera”, remarca.

Este otro proyecto, mucho más lejano de aquellos comienzos como jardín botánico, empezó casi diez años después, en 1988. Pero ahora ya tenía clara la visión: reproducir el pueblo de su infancia, de sus padres. Armar una vivencia a partir de lo que recordaba, lo que veía en fotos. “Yo tuve la posibilidad de vivir lo que después desapareció. No desapareció hace mucho tiempo. Pero bueno, a mí no me costó diseñar la peluquería antigua, la panadería…”, asegura.

Recorriendo la Argentina

Panadería, imprenta, tintorería, bar antiguo. Escuela, herrería, cremería. La lista es larga, los locales a modo de exhibición del museo, muchos. ¿Pero cómo conseguía los objetos? ¿De dónde sacaba inspiración?

Viajaba. Viajaba mucho. Lo acompañaba su “albañil de cabecera”: “Sacamos fotos de los pueblos, de las fachadas. También viajaba con amigos por distintos lugares”, dice. Se iban los fines de semana, paseaban y buscaban en campos objetos para comprar y agregar a su colección. Sobre todo en el principio, cuando el museo tenía una impronta ferroviaria y agraria.

Uno de los primeros puntos de partida para trazar esa especie de pueblo fantasma fue el diseño de la plaza. Como la mayoría de los pueblos, la vida cotidiana suele girar en torno a esta. “Diseñé una plaza que se salió un poquito de la placita típica de los pueblos, la saqué de un dibujo a mano alzada de la Alhambra de Granada, en España. No es un laberinto, pero no tiene un diseño típico de nuestros pueblos. A partir de eso la idea es ir rodeándola de locales, casas particulares. Ya tenemos la biblioteca Arturo Frondizi, almacén de ramos generales, una imprenta montada que funciona, una panadería que funciona, una tintorería que funciona. Un bar antiguo que conseguí en San Antonio de Areco, donde la gente puede tomar un café, funciona”.

Cuando dice que “funciona” no quiere decir que la imprenta imprima, o que hagan pan en la panadería: quiere decir que durante las visitas suelen encender las máquinas para que la gente vea el proceso. “En vez de explicar, lo mostrás”, sostiene.

Entonces, viajó mucho en busca de poblar con recuerdos y objetos esos lugares que empezaron a conformar el “pueblo”. Fue comprando de a poco. Recuerda especialmente un viaje a Chile para buscar una cosechadora a vapor: “Hemos recorrido todo el país con amigos, siempre pasándola bien. En algunos viajes no conseguíamos nada. A veces hay que convencer a la gente, decirles que compramos no para negociar, sino para un museo”, explica. Para muchas personas, al igual que para Marzol, esas máquinas son reliquias, por eso tenía que remarcar que no las iba a revender, que las iba a preservar. A veces tuvo que viajar hasta ocho o nueve veces para convencer a los dueños originales. Todo lo que compró, o casi todo, tiene una historia detrás.

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Recuerda particularmente la de la Panadería Furno, que perteneció a Don Ramón José Francisco Furno, en La Llave, provincia de Entre Ríos. No se usó por 40 años. Cuentan que abrió en 1958 y que tuvo su mayor auge en los 70. El dueño no la quería vender. Pero en 2009 lograron un acuerdo para comprar la panadería tal cual estaba. Se desmontó todo y se trasladó al museo Iriarte. Hay poleas, mezcladoras, amasadoras. Todo intacto, pero en desuso. Marzol recuerda al dueño llorando mientras le entregaba las llaves. No era solo maquinaria, cuenta, era el legado de su vida, de sus recuerdos, que ahora cuidaría Oscar.

Un cable a tierra

Como se contó, el Museo Iriarte no empezó como tal. Mutó, creció, se transformó. Además, hasta hace cuatro años era un espacio privado. Hoy está compuesto por casi cuatro hectáreas que se pueden recorrer a pie: el sector de los locales, la plaza del pueblo, 14 galpones con objetos agrícolas. Hay una vía de tren, la estación y algunos vagones. La locomotora que consiguió en comodato. Un pueblo que representa el pasado, la familia de antes y de ahora.

La de ahora lo ayuda, lo empuja: hijos, primos, esposa. Entienden todo lo que significa para él: “Es mi cable a tierra. Siempre estuve en sociedades grandes, con reuniones, directorios, temas tensionantes. Esto me venía bien porque me desconectaba los fines de semana de una forma especial. Eran dos mundos totalmente distintos. Desde el viernes a la noche hasta el lunes a la mañana no existía el mundo en el que estaba normalmente”, detalla.

De hecho, varias máquinas a vapor se pudieron poner en marcha gracias a la intervención de su padre, que era mecánico experto. “Al principio decía que estaba loco, pero después cuando lo vio… fue como volver a ver su pueblo. No lo podíamos parar”, recuerda.

Es que el Museo Iriarte es un poco eso: pueblo y arcón de los recuerdos al mismo tiempo. Y sus padres son figuras centrales: “Hay una sala de fotografías donde están los cuadros del casamiento de mis padres. En homenaje a ellos”.

Su papá no era el único que en algún momento le dijo “loco”. No le preocupaba: “Se tiene que tener un gradito de insensatez. Lo mismo se puede decir de quien invierte en propiedades en Nordelta, en Punta del Este. ¿Quién está más o menos loco? Es una locura dentro de la coherencia”.

El proyecto de Marzol no tiene final: acaban de montar una herrería y una cremería, con máquinas para hacer queso y dulce de leche. También un puente ferroviario que están terminando de instalar y que consiguió en Mendoza. Quiere, además, incorporar un teatro, y están por empezar un local oftalmológico. Por supuesto, a un pueblo no puede faltarle la iglesia: ya sabe en dónde la va a construir y con qué diseño. El objetivo: crear un ambiente que sea “el resumen de varios pueblos en uno solo”.

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“Yo tenía 38 años cuando empecé el museo: nunca es tarde para empezar. Si le ponés pasión, las cosas se hacen”, concluye. Él es el claro ejemplo de esa máxima de vida. Supo tomar su pasión, su historia familiar y construir, a partir de eso, un legado, una parte inseparable de la comunidad en la que nació.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/una-locura-coherente-el-hombre-que-construyo-un-pueblo-fantasma-para-mantener-vivo-el-pasado-de-sus-nid26122025/

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