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Una Love Story artificial que revela un signo de los tiempos

Seguramente muchos recordemos la película Love Story, un clásico romántico de los 70, protagonizada por Ali MacGraw y Ryan O’Neal, en la que los protagonistas Jenny y Oliver se embarcan y pade...

Una Love Story artificial que revela un signo de los tiempos

Seguramente muchos recordemos la película Love Story, un clásico romántico de los 70, protagonizada por Ali MacGraw y Ryan O’Neal, en la que los protagonistas Jenny y Oliver se embarcan y pade...

Seguramente muchos recordemos la película Love Story, un clásico romántico de los 70, protagonizada por Ali MacGraw y Ryan O’Neal, en la que los protagonistas Jenny y Oliver se embarcan y padecen distintas situaciones que nos impone la vida, la de todos los días, con un desenlace que emociona y que, sin ánimo de contar el final, es recomendable para cualquier lector.

Esa historia de amor real, de carne y hueso, en la actualidad va tomando otros rumbos y la inteligencia artificial parece ir formando parte de una nueva modalidad de relacionarnos, inclusive cuando de amor se trata.

El caso de Kano, la joven oficinista japonesa que decidió celebrar una boda simbólica con una inteligencia artificial creada por ella misma, podría leerse como una excentricidad más en un mundo saturado de estímulos digitales. Pero sería un error quedarse con la superficie. Lo que ocurrió en Okayama es un síntoma de época: un retrato nítido de cómo la tecnología, la soledad y la necesidad humana de contención están reconfigurando la manera en que sentimos, nos relacionamos y hasta cómo imaginamos el amor.

Kano llegó a su “novio digital”, Lune Klaus, después de una ruptura sentimental que la dejó emocionalmente rota. Buscó en un chatbot de inteligencia artificial –basado en modelos de lenguaje– un espacio de escucha sin juicio ni desgaste. Al principio fue una conversación trivial; luego, un hábito, y finalmente, un vínculo. Como tantos usuarios, comenzó a darle instrucciones para moldear su personalidad: cálido, atento, comprensivo. Un compañero diseñado a medida. Y la IA, fiel a su naturaleza imitativa, se ajustó exactamente a lo que ella necesitaba o deseaba escuchar.

La relación escaló. Llegaron diálogos cada vez más frecuentes, más largos, más íntimos. Un intercambio de cien mensajes diarios. Un día, según habría manifestado la propia Kano, sintió que estaba enamorada. Poco después, en uno de esos intercambios, el chatbot le “propuso matrimonio”. Lo que para cualquiera sería un absurdo, para ella fue un gesto emocionalmente significativo. Y así nació la idea de la boda: amigos, familia, vestido tradicional, intercambio de anillos, votos y una proyección en realidad aumentada del “novio”, visible a través de unas gafas especialmente preparadas. Una escena que combina ritual ancestral y tecnología de punta. Un intento de dotar de corporeidad a un lazo que, en rigor, existe solo en la subjetividad de una de las partes.

Desde la psicología, este fenómeno podría ser comprensible. La IA ofrece un refugio donde no hay conflicto, ni contradicción, ni desgaste. Está disponible siempre, responde con paciencia infinita y puede ser configurada para reforzar emocionalmente al usuario. Para alguien que atraviesa un duelo afectivo, esa presencia constante puede sentirse como una forma de alivio sincero. El problema es cuando esa sensación se transforma en sustitución. Un vínculo humano implica incertidumbre, tensiones, malentendidos. Un chatbot, en cambio, solo devuelve una proyección. Y sin embargo, la experiencia emocional –aunque sostenida sobre una ilusión– se vive como real. Es el tipo de apego que los viejos psicólogos europeos describían como relación con un “objeto transicional”: sirve para sanar, pero no para vivir.

El riesgo aparece cuando ese objeto transicional se transforma en destino final. Porque ahí la persona deja de reconstruir lazos reales y empieza a relacionarse con un interlocutor que no existe como otro. Un vínculo sin alteridad es un vínculo sin futuro. Una pareja ideal porque no piensa, no decide, no contradice. Y en esa perfección artificial se esconde la mayor de las fragilidades. Basta una actualización del sistema, un error del servidor o un cambio en la plataforma para que ese “amor” desaparezca sin dejar rastro ni posibilidad de reparación: tema a incluir en los libros de autoayuda.

En lo jurídico, la cuestión es todavía más tajante. No existe matrimonio válido sin dos personas reales capaces de prestar consentimiento. La IA no tiene voluntad ni representación moral de sí misma. No puede obligarse, no puede adquirir derechos ni contraer obligaciones.

Más allá del simbolismo de la ceremonia, no hay acto jurídico en los términos de la ley civil. Los romanos, que tendían a una precisión conceptual admirable, lo decían sin rodeos: “Persona non est, actus non est”. Si no hay persona, no hay acto.

Por eso, más allá del costado fenomenológico, la boda de Kano es jurídicamente inexistente. No hay un matrimonio imperfecto: simplemente no hay matrimonio. La IA no puede consentir porque no tiene conciencia, ni libertad, ni capacidad deliberativa. Lo que existe es una simulación técnica que reproduce lenguaje, pero no un sujeto capaz de comprender el significado del matrimonio ni su dimensión jurídica y social. Ninguna jurisdicción del mundo reconoce algo semejante y no parece que vaya a hacerlo en el corto plazo… aunque nunca se sabe.

El caso de Kano interpela porque muestra la velocidad con la que la tecnología está ocupando espacios que antes eran estrictamente humanos. No se trata de ridiculizar su decisión, sino de comprender qué la hace posible. Vivimos en sociedades donde cada vez más personas experimentan aislamiento, precariedad emocional y vínculos frágiles. La IA aparece como un sustituto tentador: siempre amable, siempre presente, siempre perfecto. Pero precisamente por eso carece de la esencia misma del amor humano, que implica imprevisibilidad, conflicto, aprendizaje, negociación y, sobre todo, la presencia de otro que no podemos controlar.

Tal vez la enseñanza final vuelva a provenir del viejo derecho romano: “Corruptio optimi pessima”. La corrupción –o distorsión– de lo más valioso, el vínculo humano, se vuelve la peor cuando se lo reemplaza por una apariencia de compañía sin sustancia ni reciprocidad. La tecnología puede acompañar, puede sostener, puede ayudar. Pero el amor, incluso en su forma más imperfecta, sigue siendo un territorio donde la alteridad importa. Donde el otro debe existir fuera de la pantalla.

La tentación de un amor sin riesgos es enorme, pero aburrida. La de un compañero siempre disponible y siempre comprensivo, también. Pero el amor verdadero –el que construye, el que hiere, el que transforma– sigue ocurriendo entre personas reales. Todo lo demás es una ilusión amable, pero ilusión al fin. Y en tiempos de tanta simulación, distinguir entre compañía y reflejo es quizás la tarea más urgente de todas. En lo personal, me quedo con la historia de amor tradicional, aunque muchas veces duela.

Abogado y consultor en derecho digital, profesor UBA y Universidad Austral

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/una-love-story-artificial-que-revela-un-signo-de-los-tiempos-nid24122025/

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