Una tecnología capaz de resucitar digitalmente a los muertos
La inteligencia artificial social inaugura una nueva forma de vínculo afectivo entre humanos y máquinas. Pero cuando esa tecnología promete resucitar digitalmente a los muertos, el derecho y la ...
La inteligencia artificial social inaugura una nueva forma de vínculo afectivo entre humanos y máquinas. Pero cuando esa tecnología promete resucitar digitalmente a los muertos, el derecho y la ética deben preguntarse hasta dónde puede llegar la ilusión de la eternidad.
Por momentos la realidad parece haber alcanzado al mito. Ya no hablamos solo de máquinas que piensan o algoritmos que predicen, sino de inteligencias que dialogan, acompañan y consuelan.
La denominada “inteligencia artificial social” no busca reemplazar al humano, sino convivir con él. No viene a ejecutar órdenes ni a resolver tareas, sino a compartir silencios, palabras y emociones. Una especie de interlocutor digital que, como un espejo amable, nos devuelve una versión de nosotros mismos.
Los juristas romanos decían: “Ubi societas, ibi ius” –donde hay sociedad, hay derecho–. En la actualidad, deberíamos actualizar el aforismo: donde hay interacción humano-digital, también debe haber derecho. Porque si la inteligencia artificial empieza a formar parte de nuestras relaciones afectivas, ¿no deberíamos preguntarnos qué límites éticos y jurídicos la acompañan?
Imaginemos un escenario que ya no pertenece a la ciencia ficción: la posibilidad técnica de “revivir” digitalmente a un ser querido fallecido. A través de modelos de lenguaje entrenados con sus mensajes, audios, fotos y videos, alguien podría volver a “hablar” con su madre, su pareja o su mejor amigo. La voz suena igual, las respuestas parecen auténticas y la ilusión se completa cuando el sistema recuerda anécdotas o repite frases familiares. Pero ¿qué ocurre en el alma humana cuando esa frontera se borra?
El escritor inglés Aldous Huxley refería que el mayor peligro de la tecnología no es que nos haga menos humanos, sino que nos haga olvidar qué significa serlo. La inteligencia artificial social, en su forma más sofisticada, puede volverse una suerte de refugio emocional que calma la soledad, pero también un sustituto peligroso en el caso de una pérdida. Porque el duelo necesita ausencia. Y si la IA promete una presencia eterna, ¿dónde queda la muerte como parte inevitable de la condición humana?
En Duelo y melancolía, Sigmund Freud desarrolla la idea de que el trabajo de duelo consiste en retirar la libido de un objeto perdido para poder redirigirla hacia la vida. Dicho en criollo: aprender a soltar no es olvidar, sino permitir que el amor cambie de forma. La idea de recrear digitalmente a los muertos amenaza ese proceso íntimo y doloroso, pero esencial. Si el doliente puede conversar con la voz del ausente, ¿cómo distinguir entonces entre recuerdo y permanencia? ¿Cómo cerrar una herida que la tecnología insiste en mantener abierta?
El psicólogo norteamericano Irvin Yalom ha desarrollado la idea de que el duelo es una forma profunda de crecimiento emocional, porque nos enfrenta con la finitud y nos obliga a redefinir quiénes somos sin el otro. En ese sentido, la inteligencia artificial que reproduce a los muertos podría ofrecer alivio inmediato, pero también posponer la aceptación del vacío, robándole al ser humano la oportunidad de madurar en la pérdida. La muerte, en las ideas de Yalom, nos humaniza; la ilusión de vencerla, en cambio, nos infantiliza.
Hay algo profundamente ambivalente en esta nueva forma de compañía digital. Por un lado, puede ofrecer consuelo a quienes no encuentran otro modo de procesar el vacío. Por otro, puede prolongar indefinidamente un vínculo que ya debería haber concluido en el plano simbólico. Es decir: nos devuelve la voz del ausente, pero nos roba la posibilidad de despedirnos.
El derecho, inevitablemente, deberá ingresar en este territorio movedizo. No solo para regular los derechos del “recreado” difunto –que ya son desafíos en sí mismos–, sino también para delimitar hasta dónde es legítimo reconstruir una identidad que ya no existe. ¿A quién pertenece esa “réplica” digital? ¿Al muerto, al desarrollador o al doliente que la alimenta con recuerdos? ¿Y hasta qué punto se puede manipular esa simulación sin convertirla en una caricatura sentimental del otro?
Será necesario reconocer derechos post mortem sobre la identidad digital: quién puede disponer de los datos, imágenes y voces de una persona fallecida y con qué propósito.
El consentimiento deberá ser previo, informado y expreso, no solo en vida, sino también mediante disposiciones digitales testamentarias. Nadie debería “revivir” a otro sin su autorización o la de sus herederos legítimos, porque la identidad –incluso en su versión digital– es una extensión de la personalidad humana.
Asimismo, las plataformas que ofrezcan este tipo de servicios deberían estar obligadas a informar con claridad la naturaleza artificial de la interacción, para evitar que la ilusión sustituya a la verdad o manipule emocionalmente al usuario. No es un tema de privacidad, sino de dignidad humana.
Desde el punto de vista ético, no parece que el desafío pase por prohibir o limitar la inteligencia artificial social, sino por poner límites humanos a la ilusión tecnológica. La cuestión no es detener el progreso, sino domesticarlo. No se trata de frenar la innovación, sino de preservar el espacio moral donde la persona sigue siendo el centro y no el pretexto. En definitiva, el problema no es que la máquina piense, sino que el ser humano delegue en ella sus emociones más profundas, su duelo, su memoria o su necesidad de trascendencia.
La IA social puede –y quizá deba– ser un espacio de contención, compañía o diálogo. Puede ayudar a quien atraviesa una pérdida o la soledad. Pero no debería reemplazar el ciclo vital, ni convertir el recuerdo en una simulación perpetua. Si la tecnología coloniza el territorio íntimo del duelo, el riesgo es que la muerte deje de tener sentido. Y cuando la muerte pierde su lugar simbólico, también lo pierde la vida.
Porque, al fin y al cabo, como decía el jurista romano Julio Paulo: “Non omne quod licet honestum est” –no todo lo que es posible es éticamente correcto–.
Y aunque la tecnología nos tiente con la idea de vencer a la muerte, el derecho y la ética deben recordarnos algo más profundo: que la humanidad no se programa ni se clona, se construye en la experiencia del límite, en el amor que duele, en el vacío que enseña y en la despedida que nos hace seguir vivos.
Abogado y consultor en derecho digital y Data Privacy; profesor de la facultad de Derecho de la UBA y de la Universidad Austral